Playa de El Masnou |
Montse tomaba el sol como siempre,
yo, refugiado bajo la protectora sombrilla playera, me dedicaba a observar el entorno-mar
incluido- mientras iba intentando seguir
con la lectura de “Narraciones extraordinarias”, de Edgar Allan Poe. Siempre intento
leer en la playa, siempre me llevo algún libro, asunto complicado porque soy de
muy fácil distraer con lo que ocurre a mi alrededor. Estaba con “La caída de la
casa Usher” cuando llamó mi atención la llegada de una familia. A unos
cincuenta metros a mi izquierda se habían acercado hasta la orilla siete
pintorescos personajes; por observación o intuitivamente comprendí que se
trataba de un matrimonio acompañado de sus dos hijas gemelas-de unos quince
años-otro matrimonio con una hija de unos doce y un varón, tal vez hermano de
alguien del grupo, de unos treinta años. Estaba claro por su aspecto físico,
inconfundible, que todos ellos eran paquistanís.
Naturalmente, en una playa donde abundan las mujeres que practican el top-less, que otras se bañen con trajes para tal menester, compuestos de pantalón hasta los tobillos y camisas con faldones hasta las rodillas, hace que eches un vistazo y te dediques a observarlos con mucha atención, curiosidad y hasta con sentido crítico-que es lo primero que te pide el cuerpo, aunque no se quiera reconocer-y en eso dediqué algo más de una hora a partir de su llegada.
Una vez superados los primeros minutos de reflexiones que me molestaban a mí mismo por ser de contenido racista y de las que no estoy muy orgulloso, pero que me resultan inevitables aun a mi pesar, comencé a percibir detalles que hicieron retrotraerme a tiempos pasados, por ese fenómeno de sentirse uno totalmente identificado con lo que ve.
Hace cincuenta años solíamos ir toda mi familia a los Baños San Sebastián de la Barceloneta, no teníamos coche y lo hacíamos en tren. Llevábamos una gran cesta con todas las provisiones para pasar el día, fiambreras con conejo con tomate frito, ensalada con pepino, termo con gazpacho…etc. Mi madre se acercaba hasta la orilla de la playa completamente vestida y remangándose discretamente la falda se atrevía a acercarse lo suficiente como para que el agua le llegara hasta casi las rodillas, de ahí no pasaba. Mi padre se quedaba bajo la sombrilla y rara vez se metía en el agua y si lo hacía no iba más allá de donde le cubría hasta el cuello, apenas sabía nadar. Mis hermanas llevaban bañadores discretos de una sola pieza y mi hermano y yo no nos adentrábamos más de un metro de donde llegaban las olas. A todo esto mi abuela, totalmente vestida de luto y desde la arena, nos vigilaba intranquila.
Observando las evoluciones de la familia paquistaní recordaba aquellos momentos propios, cuando nuestra ingenuidad y desconocimiento del medio nos hacía tan cautos y a la vez nos proporcionaba tanta satisfacción la experiencia del mar, como algo extraordinario. Jugábamos en la orilla, con cada ola que llegaba, nos dejábamos sorprender alegremente con su empuje y nos revolcábamos sin dejar de reír una y mil veces sin apartarnos de allí durante interminables horas. Era como si pensáramos que tal vez no volveríamos hasta el próximo año y no podíamos desperdiciar ni un minuto de aquel fenómeno tan escaso y atractivo.
Terminábamos rendidos, extenuados y hambrientos. Cuando llegaba la hora de comer, allí mismo sentados en la arena de la playa sobre un par de jarapas extendidas, lo hacíamos con un hambre atroz, tal vez por el ambiente salino del mar, los abundantes tragos de agua salada accidentales por falta de práctica, o por el ejercicio desacostumbrado en ese ambiente y la adrenalina que corría por nuestro cuerpo debido a la excitación vivida.
La familia paquistaní hacía exactamente lo mismo que recuerdo de nosotros, con el añadido de que no pararon de hacerse fotos y filmarse unos a otros en todas las situaciones. Los tiempos han cambiado desde entonces y ahora disponer de medios tecnológicos para inmortalizar el momento es de lo más fácil, pero aparte de ese detalle la actitud era la misma; disfrute inocente, con la ingenuidad de unos chiquillos que tienen pocas ocasiones de ver el mar.
Montse y yo estuvimos comentando que cuando llegaran a casa por la noche caerían rendidos en la cama, agotados y felices de haber pasado un día inolvidable. Incluso le recordé que tal vez les ocurriría como a mí que esa noche, después de un intenso día de playa, despertarían en varias ocasiones escuchando el monótono y rítmico sonido de las olas a su llegada a la orilla donde ellos chapoteaban.
El resto de bañistas, que había en ese momento, estaban a lo suyo; unos tomando el sol, otros dentro del mar, nadando. Ninguno jugando en la orilla. Y es que a estas alturas de nuestro desarrollo todos sabemos nadar, mayores y pequeños, hombres y mujeres…a diferencia de la familia paquistaní que ninguno de ellos sabía, por lo que incansablemente, y mientras reían y jugaban, miraban a sus espaldas para asegurarse de que no se iban metiendo poco a poco, más y más en el inmenso mar.
Estuve a punto de hacerles una fotografía con mi móvil, para usarla luego en este Blog, pero desistí al pensar que sería un poco como una violación a su intimidad, su naturalidad y sana alegría me conmovió, por lo que he optado por hacerles este pequeño homenaje anónimo y no abusar de tanta tecnología delatora que todo lo desvirtúa en ocasiones.
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