jueves, 24 de abril de 2014

El día de la gloria




 Había llegado por fin San Jordi. Nada ni nadie le iba a quitar su día de gloria. Después de años persiguiendo un sueño era ya inminente verlo realizado. Su libro, al fin su libro publicado. El stand, un puesto de la editorial en pleno Paseo de Gracia en Barcelona y entre tantos otros su precioso libro expuesto a la curiosidad de un público entregado en día tan espectacular y entrañable. Tal vez miles de personas a lo largo de todo un día posaran sus miradas en él.
Y él, él junto a varios ejemplares de su propia obra, pluma en mano a la espera de quien le solicitara una dedicatoria, su firma.

Se sentía exultante, triunfador, los sinsabores del pasado, los intentos frustrados de otros tiempos por conseguir publicar, quedaban borrados de un plumazo. Nada enturbiaría la ilusión de ese día que, para sus adentros, significaba el primer paso firme de un largo camino. En su cabeza se formaban paisajes ya soñados de antemano, se veía a sí mismo disfrutando del reconocimiento de sus lectores, disputado por los medios para ser entrevistado. Tal vez invitado a tertulias literarias, haciendo un itinerario jalonado de emisoras de radio y televisión.

Su imaginación se disparaba con frecuencia y se relamía de placer pensando en que todo eso tan especial se haría realidad a partir de aquel San Jordi.

Un mes antes había publicado su novela y hecho la presentación oficial en una biblioteca de su ciudad. Aquel día jugaba el Barça y no acudió más de una veintena de personas al evento, pero aquello no le desanimó, sus esperanzas estaban en el día del libro. Allí sí, allí se colmarían todas sus aspiraciones. Se veía a sí mismo hombro con hombro, codo a codo con afamados autores que, aunque él hasta ese momento fuera un desconocido, no desmerecería junto a ellos; sabría estar a la altura. Había ensayado mentalmente su discurso; dar una reseña concreta y concisa del argumento de su novela, descripción de los personajes y cuanto hiciera falta sobre lo que le inspiró en su momento para decidirse a escribirla.

Había repasado sus tics y gestos corporales ante el espejo para tratar de no caer en tópicos a la hora de expresarse…lo tenía todo previsto de antemano. Estaba seguro de sí mismo y sabía que no se defraudaría.

Se levantó temprano, a eso de las siete de la mañana. Su editor le había advertido que hiciera lo posible por estar en el stand a las 9, cuanto antes estuviera allí el autor mejor. ¡Cómo le sonó en los oídos aquello de “el autor”, estaba claro que se refería a él!

Después de asearse y vestirse tomó solo un café, no quería perder más tiempo, seguro que una vez allí, en algún intervalo entre firma y firma, alguien encargado del avituallamiento le obsequiaría, a cuenta de la editorial, con algún apetitoso tentempié.

Poco después y a bordo de su vehículo salía hacia Barcelona, su dulce destino.
A aquella hora se encontró con el inconveniente de la salida diaria de automóviles que se dirigen a la capital portando a quienes tienen sus puestos de trabajo allí, que son incontables.
Trató de que ese hecho no le alterara. Su buena disposición no se iba a empañar por algo tan banal como es una caravana de autopista. Con aquello no contaba, de haberlo previsto se hubiera decidido por trasladarse en tren pero la mala suerte hizo que un accidente, cuando estaba a medio camino, produjera un parón total de los tres carriles de la autopista que duró una eternísima hora.

Algo nervioso si llegó a estar cuando, al poner en marcha la radio del auto, la Ser dio las nueve de la mañana. En aquella molesta situación hasta la suave voz de Carles Francino le sonó como un mazazo, hiriente y desagradable. Trató de serenarse pensando en que a aquella hora no habría aún demasiado público acercándose a la parada  de la editorial, estarían desayunando y él, al fin y al cabo, tendría el resto del día para compensar con su presencia la pequeña tardanza.

Es cierto que le molestaba el imaginar al editor pensando en que le estaba fallando y en que, tal vez, su confianza en él estaría mermando, que le vería como un irresponsable o de poco fiar.
No, seguro que se haría cargo de los problemas de la circulación a esas horas y en día laborable a la entrada de una capital tan grande y en día tan especial en que se acercaban decenas de miles de curiosos de todos los puntos cercanos a Barcelona.

Respiró profundamente y se tranquilizó reconfortado con esa idea.
De pronto percibió como aflojaba la presión de su pecho, hecho del que hasta ese momento no fue consciente, cuando vio que el vehículo que estaba delante del suyo se ponía en marcha. A partir de ahí no tardó más de un cuarto de hora en entrar en la gran urbe. En el resto del recorrido no consiguió ver ni rastro de accidente. Ocurrió como tantas otras veces que cuando la larga caravana se pone en marcha no se llega a saber nunca el motivo del parón ya que no se percibe rastro alguno de lo que lo ha originado.

Daba igual, estaba por fin en los aledaños de la Sagrada Familia, muy cerca ya de su objetivo. Entonces fue cuando le vino a la memoria el nefasto despiste; se había dejado sobre la mesita de noche de su dormitorio los dos Pilot del número 5 de punta fina, ¡su herramienta más preciada!, con lo que escribía siempre y su preferida para firmas de libros. ¡Maldita sea!, ahí sí, ahí montó en cólera porque no tendría más remedio que parar un momento donde fuera, acercarse a una papelería y comprar un par de ellos. ¡Cómo se iba a presentar a su estreno como autor pidiendo bolígrafos prestados!

Así lo hizo, dio varias vueltas a algunas manzanas hasta que encontró milagrosamente un espacio libre donde aparcar. Entró en el local a toda prisa, con la mala fortuna de que estaba atestado de público. Intentó colarse pero no tuvo éxito. Le tentó la idea de decir a los presentes de la larga cola que era un autor en apuros, que le urgía ir a firmar libros…se sintió ridículo, se hubieran reído en su cara, no le habrían creído.

Se resignó a que llegara su turno y la espera se le hizo más larga que la de la autopista ya que los minutos corrían inexorablemente. En su interior maldecía, sentía rabia y frustración. Miró la hora en su teléfono móvil, eran las diez y cuarto, ¡Dios…estaba empezando a desesperarse! De pronto escuchó, ¿”qué quería”? Por fin salió de allí con sus dos apreciadas herramientas de trabajo; sus dos Pilot del número 5 de punta fina.

Antes de salir por la puerta de entrada comprobó que había empezado una fina lluvia. Un fastidio por tratarse de una fiesta de calle pero se animó pensando que con toda seguridad se trataba de algo pasajero sin más importancia y dentro de unos minutos volvería el radiante sol que le acompañó desde que saliera de su domicilio. No estaba dispuesto a aceptar que nada enturbiara su día. Tenía que ser todo perfecto para que así quedara en su memoria en los años venideros. Necesitaba una postal idílica de ese día, había trabajado mucho durante años para merecer aquella diapositiva mental que decorara su memoria para siempre.

Absorto en aquellas elucubraciones mentales no sabía aún que el vehículo no se encontraba donde lo dejó media hora antes. Pronto comprendió, por el sello amarillo pegado al asfalto, que se lo había llevado al depósito la grúa municipal; con las prisas no atendió al indicador de plaza de aparcamiento para minusválidos. Estaba perdido. Casi eran las once de la mañana, dos horas de retraso a su cita.

Furioso como estaba descargó su rabia tratando de dar una fuerte patada al adhesivo amarillo pegado al suelo, con tan mala fortuna que resbaló debido a la lluvia cayendo hacia atrás. En el intento de frenar la caída su mano derecha fue la primera en llegar al suelo y un sospechoso crujido le hizo comprender que en la muñeca había ocurrido algo preocupante.
Rápidamente acudieron en su auxilio varios viandantes, le ayudaron a incorporarse y entre todos hubo consenso; tenía la muñeca rota y debía ir sin pérdida de tiempo a urgencias del hospital más cercano a que le examinaran.

El mundo se le vino abajo, no había solución aparente; la había cagado, entre ir a urgencias, le hicieran una cura, volver y localizar el stand de la editorial…podían pasar perfectamente más de tres horas. Eso significaría un retraso de cinco horas aproximadamente. Todo ello sin contar con que debía ir también al depósito a recuperar el vehículo, y pagar el servicio de la grúa municipal.
Resignado paró un taxi para que le llevara  al hospital más cercano.

No podía comprender tanto infortunio, además descubrió en ese momento que sus apreciados Pilot del número 5 de punta fina los había extraviado en la maldita caída sobre el asfalto.
La impotencia, y el dolor de la muñeca que ya empezaba a hincharse de forma espectacular, hicieron que le resbalara una lágrima mejilla abajo. Cerró los ojos y se dejó llevar como el que es conducido al matadero, sin oponer resistencia, resignado con su infortunio.

No fueron tres horas si no cinco, cuando consiguió llegar hasta la parada de libros de su editorial eran las seis de la tarde. El editor, con cara de pocos amigos le escudriñaba con mirada inquisidora, observaba su brazo escayolado desde los nudillos de la mano hasta el codo haciendo una mueca de desaprobación mientras le escuchó decir medio balbuceando: “¿Me puede prestar un bolígrafo?, haré lo que pueda.



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