Y
él, él junto a varios ejemplares de su propia obra, pluma en mano a la espera
de quien le solicitara una dedicatoria, su firma.
Se
sentía exultante, triunfador, los sinsabores del pasado, los intentos
frustrados de otros tiempos por conseguir publicar, quedaban borrados de un
plumazo. Nada enturbiaría la ilusión de ese día que, para sus adentros,
significaba el primer paso firme de un largo camino. En su cabeza se formaban
paisajes ya soñados de antemano, se veía a sí mismo disfrutando del
reconocimiento de sus lectores, disputado por los medios para ser entrevistado.
Tal vez invitado a tertulias literarias, haciendo un itinerario jalonado de
emisoras de radio y televisión.
Su
imaginación se disparaba con frecuencia y se relamía de placer pensando en que
todo eso tan especial se haría realidad a partir de aquel San Jordi.
Un
mes antes había publicado su novela y hecho la presentación oficial en una
biblioteca de su ciudad. Aquel día jugaba el Barça y no acudió más de una
veintena de personas al evento, pero aquello no le desanimó, sus esperanzas
estaban en el día del libro. Allí sí, allí se colmarían todas sus aspiraciones.
Se veía a sí mismo hombro con hombro, codo a codo con afamados autores que, aunque
él hasta ese momento fuera un desconocido, no desmerecería junto a ellos;
sabría estar a la altura. Había ensayado mentalmente su discurso; dar una
reseña concreta y concisa del argumento de su novela, descripción de los
personajes y cuanto hiciera falta sobre lo que le inspiró en su momento para
decidirse a escribirla.
Había
repasado sus tics y gestos corporales ante el espejo para tratar de no caer en
tópicos a la hora de expresarse…lo tenía todo previsto de antemano. Estaba
seguro de sí mismo y sabía que no se defraudaría.
Se
levantó temprano, a eso de las siete de la mañana. Su editor le había advertido
que hiciera lo posible por estar en el stand a las 9, cuanto antes estuviera allí
el autor mejor. ¡Cómo le sonó en los oídos aquello de “el autor”, estaba claro
que se refería a él!
Después
de asearse y vestirse tomó solo un café, no quería perder más tiempo, seguro
que una vez allí, en algún intervalo entre firma y firma, alguien encargado del
avituallamiento le obsequiaría, a cuenta de la editorial, con algún apetitoso tentempié.
Poco
después y a bordo de su vehículo salía hacia Barcelona, su dulce destino.
A
aquella hora se encontró con el inconveniente de la salida diaria de
automóviles que se dirigen a la capital portando a quienes tienen sus puestos
de trabajo allí, que son incontables.
Trató
de que ese hecho no le alterara. Su buena disposición no se iba a empañar por
algo tan banal como es una caravana de autopista. Con aquello no contaba, de
haberlo previsto se hubiera decidido por trasladarse en tren pero la mala
suerte hizo que un accidente, cuando estaba a medio camino, produjera un parón
total de los tres carriles de la autopista que duró una eternísima hora.
Algo
nervioso si llegó a estar cuando, al poner en marcha la radio del auto, la Ser
dio las nueve de la mañana. En aquella molesta situación hasta la suave voz de
Carles Francino le sonó como un mazazo, hiriente y desagradable. Trató de
serenarse pensando en que a aquella hora no habría aún demasiado público
acercándose a la parada de la editorial,
estarían desayunando y él, al fin y al cabo, tendría el resto del día para
compensar con su presencia la pequeña tardanza.
Es
cierto que le molestaba el imaginar al editor pensando en que le estaba fallando
y en que, tal vez, su confianza en él estaría mermando, que le vería como un
irresponsable o de poco fiar.
No,
seguro que se haría cargo de los problemas de la circulación a esas horas y en
día laborable a la entrada de una capital tan grande y en día tan especial en
que se acercaban decenas de miles de curiosos de todos los puntos cercanos a
Barcelona.
Respiró
profundamente y se tranquilizó reconfortado con esa idea.
De
pronto percibió como aflojaba la presión de su pecho, hecho del que hasta ese
momento no fue consciente, cuando vio que el vehículo que estaba delante del suyo
se ponía en marcha. A partir de ahí no tardó más de un cuarto de hora en entrar
en la gran urbe. En el resto del recorrido no consiguió ver ni rastro de
accidente. Ocurrió como tantas otras veces que cuando la larga caravana
se pone en marcha no se llega a saber nunca el motivo del parón ya que no se
percibe rastro alguno de lo que lo ha originado.
Daba
igual, estaba por fin en los aledaños de la Sagrada Familia, muy cerca ya de su
objetivo. Entonces fue cuando le vino a la memoria el nefasto despiste; se
había dejado sobre la mesita de noche de su dormitorio los dos Pilot del número
5 de punta fina, ¡su herramienta más preciada!, con lo que escribía siempre y
su preferida para firmas de libros. ¡Maldita sea!, ahí sí, ahí montó en cólera
porque no tendría más remedio que parar un momento donde fuera, acercarse a una
papelería y comprar un par de ellos. ¡Cómo se iba a presentar a su estreno como
autor pidiendo bolígrafos prestados!
Así
lo hizo, dio varias vueltas a algunas manzanas hasta que encontró
milagrosamente un espacio libre donde aparcar. Entró en el local a toda prisa,
con la mala fortuna de que estaba atestado de público. Intentó colarse pero no
tuvo éxito. Le tentó la idea de decir a los presentes de la larga cola que era
un autor en apuros, que le urgía ir a firmar libros…se sintió ridículo, se
hubieran reído en su cara, no le habrían creído.
Se
resignó a que llegara su turno y la espera se le hizo más larga que la de la
autopista ya que los minutos corrían inexorablemente. En su interior maldecía,
sentía rabia y frustración. Miró la hora en su teléfono móvil, eran las diez y
cuarto, ¡Dios…estaba empezando a desesperarse! De pronto escuchó, ¿”qué quería”?
Por fin salió de allí con sus dos apreciadas herramientas de trabajo; sus dos
Pilot del número 5 de punta fina.
Antes
de salir por la puerta de entrada comprobó que había empezado una fina lluvia.
Un fastidio por tratarse de una fiesta de calle pero se animó pensando que con
toda seguridad se trataba de algo pasajero sin más importancia y dentro de unos
minutos volvería el radiante sol que le acompañó desde que saliera de su
domicilio. No estaba dispuesto a aceptar que nada enturbiara su día. Tenía que
ser todo perfecto para que así quedara en su memoria en los años venideros.
Necesitaba una postal idílica de ese día, había trabajado mucho durante años
para merecer aquella diapositiva mental que decorara su memoria para siempre.
Absorto
en aquellas elucubraciones mentales no sabía aún que el vehículo no se
encontraba donde lo dejó media hora antes. Pronto comprendió, por el sello
amarillo pegado al asfalto, que se lo había llevado al depósito la grúa
municipal; con las prisas no atendió al indicador de plaza de aparcamiento para
minusválidos. Estaba perdido. Casi eran las once de la mañana, dos horas de
retraso a su cita.
Furioso
como estaba descargó su rabia tratando de dar una fuerte patada al adhesivo
amarillo pegado al suelo, con tan mala fortuna que resbaló debido a la lluvia cayendo
hacia atrás. En el intento de frenar la caída su mano derecha fue la primera en
llegar al suelo y un sospechoso crujido le hizo comprender que en la muñeca había
ocurrido algo preocupante.
Rápidamente
acudieron en su auxilio varios viandantes, le ayudaron a incorporarse y entre
todos hubo consenso; tenía la muñeca rota y debía ir sin pérdida de tiempo a
urgencias del hospital más cercano a que le examinaran.
El
mundo se le vino abajo, no había solución aparente; la había cagado, entre ir a
urgencias, le hicieran una cura, volver y localizar el stand de la editorial…podían
pasar perfectamente más de tres horas. Eso significaría un retraso de cinco
horas aproximadamente. Todo ello sin contar con que debía ir también al
depósito a recuperar el vehículo, y pagar el servicio de la grúa municipal.
Resignado
paró un taxi para que le llevara al
hospital más cercano.
No
podía comprender tanto infortunio, además descubrió en ese momento que sus
apreciados Pilot del número 5 de punta fina los había extraviado en la maldita
caída sobre el asfalto.
La
impotencia, y el dolor de la muñeca que ya empezaba a hincharse de forma
espectacular, hicieron que le resbalara una lágrima mejilla abajo. Cerró los
ojos y se dejó llevar como el que es conducido al matadero, sin oponer
resistencia, resignado con su infortunio.
No
fueron tres horas si no cinco, cuando consiguió llegar hasta la parada de
libros de su editorial eran las seis de la tarde. El editor, con cara de pocos
amigos le escudriñaba con mirada inquisidora, observaba su brazo escayolado
desde los nudillos de la mano hasta el codo haciendo una mueca de desaprobación
mientras le escuchó decir medio balbuceando: “¿Me puede prestar un bolígrafo?,
haré lo que pueda.
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