jueves, 8 de marzo de 2012

Trastadas en la trastienda.




Juan es auxiliar de farmacia desde hace veinte años. Entró a trabajar como aprendiz a los quince. Hace turno partido de mañana y tarde, de lunes a viernes. Hasta ahí bien, pero hay un lastre en su profesión que no puede soportar, las dichosas guardias nocturnas. Nunca consiguió superar eso. Le incomodan de tal manera que lleva todos esos años tratando de hallar la mejor manera de pasar las tediosas horas de soledad nocturna con todo tipo de distracciones.

Hubo un tiempo en que se dedicaba a molestar a gente conocida, incluso a su jefe, con llamadas de teléfono y de forma anónima. Pero la tecnología acabó con su juego desde que el que está al otro lado del hilo telefónico puede saber el número del que le llama.

En otra época se dedicó, con toda su malicia, a pinchar  preservativos para fastidiar al que, sin respetar que él estaba allí sólo para verdaderas urgencias, se presentaba a las tres de la mañana en busca de condones para pasar un buen rato con el primer pendón que encontraba por ahí. Incluso se dedicaba a cambiar de frasco algunos comprimidos para jugarle una mala pasada al pesado de turno que llegaba quejándose de ardores estomacales después de una opípara cena de negocios, dándole laxante que lo mantenía tres días sentado en la taza del inodoro.

No sabía que inventar para que sus guardias resultaran más llevaderas.
Más adelante, probó trayéndose un televisor portátil de su casa. Con eso, la distracción era más segura, pero dejó de hacerlo también porque se volvió adicto a la masturbación. En esas horas intempestivas era fácil encontrar un canal porno y en cuanto daba con él se mataba a pajas pegado a la pantalla, con riesgo de quedar electrocutado.

Nada conseguía dar resultado, todo acababa por hastiarlo. Así, una y otra vez volvía al punto de partida y el aburrimiento era su compañía. También probó con la literatura. Se aprovisionó de el material necesario; folios en blanco y bolígrafo, pero descubrió que solo se le ocurrían gansadas carentes de originalidad. No tenía el don de saber narrar y las pocas incursiones que hizo en ese campo pronto fueron fulminantemente menospreciadas por la despiadada crítica de su esposa: “¡Juan, tú no estás bien! ¿Cómo se te ocurren estas barbaridades que no tienen pies ni cabeza? Me das miedo.”

Todo eso fue creando en Juan una acritud en el carácter en sus horas laborables, hasta el punto que su trato con el público era de una grosería insultante.
A media noche sonaba el timbre de la puerta de urgencias, abría el ventanuco de seguridad y se encontraba con un padre azorado en busca de un chupete para su bebé:
—¿Y para eso viene usted a las dos de la mañana?
—Es que el niño no para de llorar, ¿sabe usted?, ¡no vea la nochecita que nos está dando!
—¡Pues métale al niño el dedo gordo del pie en la boca, hombre! ¡Aquí estamos para urgencias, no para tonterías!
En otra ocasión se acercó una mujer y con timidez le suplicaba tuviera la amabilidad de suministrarle un paquete de compresas:
—¿Y no puede esperar tres horas hasta que comience el turno de mañana?
—¿Qué le boy a hacer si me ha venido sin avisar?
—¡Pues se pone usted una toalla, joder!
  
Y para colmo estaba el de la silla de ruedas. Un inválido que vivía a pocos metros de la farmacia, no tenía otra ocupación mejor que ir a altas horas de la noche a buscar suero fisiológico, caramelos para la tos o palitos para los oídos. No había nada que le molestara más a Juan que una vez que sonaba el timbre y después de abrir la ventanilla, no encontrar una cara delante. Cuando ocurría eso, era él. Como el hombre iba sentado no estaba a la altura de la ventana, por lo que Juan ya sabía de quien se trataba. Eso le obligaba a abrir la puerta y salir al oscuro callejón para atenderle. En esa situación, Juan temía ser atacado por cualquier maleante que estuviera al acecho.

Una noche sonó el timbre y acudió malhumorado a abrir. No encontró a nadie delante de la ventanilla, por lo que dijo sin dudar:
—¡Estoy hasta los cojones de que me molestes a estas horas! ¿No te da igual venir a joderme por la mañana?
De repente, un policía uniformado hizo aparición frente a él.
—Buenas noches, ¿esas son maneras de atender a un cliente? Haga el favor de entregarle esto —dijo al tiempo que le extendía ante sus ojos una receta médica.
Juan abrió la puerta, salió y comprobó que se trataba de un señor que era enano, aquejado de un fortísimo dolor de muelas, que no alcanzaba al timbre.
  
Pasaron muchas guardias más y aproximadamente las situaciones eran por el estilo, pero hubo una noche que la rutina cambió de manera inesperada.
Juan acudió a la enésima llamada del dichoso timbre y cuando abrió la portezuela de la ventana quedó boquiabierto. Una hembra de tamaño natural, de las que quitan el hipo, le sonreía pícaramente mostrando una sonrisa blanca como la nieve.
Era la noche de Navidad.

La mujer llevaba una falda roja ribeteada en blanco, adornaba su cabeza con un gracioso gorrito rojo rematado con una borla blanca de algodón. Hacía juego todo ello con una casaca también roja y abierta expresamente hasta el último botón, con la sana idea de calentar el ambiente gélido de noche tan señalada. Juan quedó petrificado ante la maravilla que tenía delante; un par de tetas de grandes proporciones, tersas y esféricas, le apuntaban directamente a los ojos. La sorpresa le dejó sin habla. Mamá Noel le guiñó un ojo al decirle:
—¡Feliz Navidad, machote! ¿Me dejas pasar un ratito?, me estoy quedando helada y afónica.
En efecto, su voz se notaba afectada por el frío del exterior.
—¿Qué…qué quieres? —Balbuceó Juan sin parar de machacársela-que es en lo que estaba ocupado en la trastienda- mientras con la mano libre accionaba el pasador de la puerta.
  La Mamá Noel ya estaba dentro cuando le respondía:
—Pasar un buen rato contigo y alegrarte la Navidad. ¿Cómo estás tan solo en una noche como esta?
—Eso digo yo… —acertó a responder sin apartar la vista de los pezones de azúcar moreno que le provocaban tentadores— ¿Y tú, dónde vas por ahí sola con ese par de melones a la vista?
—Porque soy tu regalo navideño, ¿no escribiste la carta a Papá Noel?
—Pasa, anda, pasa para adentro, que mira como estoy —dijo señalando con los ojos al contenido de su mano.

Juan comenzó a andar por el pasillo que llevaba hasta un pequeño cuarto en donde solía pasar las veladas recostado en un sofá-cama. Ella lo siguió y, tomando la iniciativa, le levantó la bata blanca para manipularle descaradamente con sus manos el trasero, haciendo elogios y aspavientos sobre esa zona erógena.
Cuando estaban dentro del cuartito, Juan se volvió excitado hacia ella y se aferró sin más preámbulo a las tetas; succionando sus aureolas y jugueteando con la lengua con los pezones. Ella le agarró el miembro y comenzó a masajeárselo. Juan, metida su cabeza entre los tibios pechos, lamía, mordisqueaba con deleite y se convulsionaba con espasmos de placer a cada sacudida que recibía su pene. Se bajó los pantalones y ella le quitó los calzoncillos, frenética, ansiosa por comenzar el juego.

Mamá Noel observó que sobre una mesita había un frasco de vaselina, “¡que pillín!”, le dijo con complicidad. Lo abrió y extrajo una abundante porción del contenido, pidiéndole a continuación que se apoyara con las dos manos sobre el sofá-cama, dejando el culo a la vista. Él obedeció, pensando en una travesura morbosa por parte de ella, dejándole hacer. Ella comenzó a embadurnarle el ano y alrededores con delicadeza.

—¿Qué tienes pensado, guarra? —preguntó Juan esperando algún juego placentero.
Ella no contestó. Juan desde su posición de espaldas intuyó que se desvestía. Pero no fue así; Mamá Noel se subió la falda roja hasta las caderas, sujetó su enorme pene con una mano, con la otra se aferró a las nalgas del farmacéutico…y cuando éste fue a reaccionar ya lo había penetrado hasta el mango.
Él quiso negarse a la sodomización, pero unas manos firmes como tenazas le sujetaban imposibilitando su resistencia.
—¡Guarra, me has violado! —gritó como un loco tratando de partir en dos con las contracciones de su culo la verga que lo tenía preso. Fue en vano; el ariete entraba y salía una y otra vez aflojando su esfínter hasta quedar saciado de carne. 
Noel travestido soltó las nalgas del sodomizado para asirle el pene y darle de nuevo la dureza de antes y al acompasar las sacudidas manuales con las arremetidas anales, no tardaron los dos en llegar al clímax, sobreviniendo dos abundantes nevadas blancas como colofón al placentero encuentro.
Juan se incorporó, encarándose con ella (él), para decirle:
—¿Pero cómo una tía tan buena puede ser un tío?
—Es el milagro de la Navidad —respondió ella mientras se sacudía las últimas gotas de semen, que cayeron sobre el mosaico del suelo.
De pronto se escuchó un portazo. Juan, alarmado, corrió hacia la puerta de urgencias, abrió la ventanilla y vio como un hombre doblaba la esquina a todo correr.
La del traje rojo se acercó, le dio un pellizco en el culo desnudo y se despidió con una voz más ronca aún que cuando llegó: “Feliz Navidad, machote”. 
Cuando se marchaba, Juan le dijo desde la ventanilla: “De esto ni una palabra a nadie, ¿vale?”. Ella le guiñó un ojo y siguió su camino en dirección a la esquina.
Juan se dirigió a por su ropa y al pasar delante de la caja registradora, del mostrador de la tienda, comprobó que estaba abierta. No era muy difícil imaginar lo caro que le había costado su regalo de Navidad.
 “¡Me han jodido bien jodido!” —pensó resignado.
Las guardias nocturnas de Juan ya no fueron nunca igual, especialmente las que coincidían en la noche de Navidad.
Mamá Noel nunca más volvió a visitarlo.


  
   

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