viernes, 16 de enero de 2009

El límite





Me resistía en aquella ocasión a ejecutar la orden de mi superior. Me parecía excesivo lo que debía hacerle a aquel ser humano. Estaba acostumbrado a cualquier atrocidad en mi profesión pero no sabía todo sobre mí mismo, estaba claro. Desconocía que también yo tenía limitaciones. Después de un sinfín de excusas que, dado a mi trayectoria de años no tenían ninguna validez como argumento, no tuve más remedio que acceder y cumplir con la orden. Al fin y al cabo se trataba de eso, yo solo cumplía órdenes.

Me levanté aquella mañana malhumorado por no haber podido dormir de un tirón toda la noche como era mi costumbre.; sin remordimientos ni prejuicio alguno sobre mis actos. Para mí no dejaba de ser una rutina; vivía de ello y era una forma como otra de estar empleado, era mi oficio y eso me reconciliaba conmigo mismo, de manera que conseguí por fin sobreponerme y tratando de no pensar, sino actuar, como debe hacer un soldado profesional, me presenté en mi puesto puntual como siempre.

Al llegar, el oficial de la dependencia me miró de reojo, no las tenía todas conmigo, empezaba a desconfiar de mí por primera vez. Ni siquiera le miré a la cara cuando pasé por delante de su escritorio para dirigirme a las escaleras que daban al sótano.

Respiré hondo y traté de poner mi mente en blanco, apartando toda idea perturbadora o duda que desestabilizara mi determinación de ser frío y aséptico, no sentirme identificado nunca con el dolor ajeno. No pude, ese caso era diferente a todos los anteriores.

Al llegar a la celda, en donde habitualmente llevaba a cabo mi labor, sentí por primera vez asco de mí mismo en el momento en que divisé mi instrumental de trabajo repartido en perfecta formación sobre mi mesa. Estaba todo: serrucho, taladro de odontología, martillo, tenazas, pinzas eléctricas conectadas a una batería, cúter…todo en su lugar, como siempre.

Me senté en el taburete, junto a la mesa del centro de la celda, y comprobé que los grilletes estaban en su lugar. Cerré los ojos, crucé los brazos sobre mi pecho y quedé en aquella postura hasta que escuché el chirriar de la puerta metálica mezclado con un alarido humano, espantoso.

El soldado tuvo que usar la fuerza con el reo para que éste entrara en la celda. Sus ojos me aterrorizaron, estaban llenos de espanto por lo que intuían.
Era un niño de once años, perteneciente a la guerrilla.

Me coloqué en la boca el cañón de mi revólver, cerré los ojos y disparé.
La bala me atravesó la mejilla estrellándose contra la pared. Cuando recuperé el conocimiento estaba en el hospital de la prisión militar.

No me importa lo que me espera por mi desobediencia, descubrí que también yo tengo limitaciones y eso me dio esperanzas; puede que aún sea humano.

3 comentarios:

Monelle/Carmen Rosa Signes dijo...

Siempre hay un momento para recapacitar, para rectificar nuestros actos y sentirnos culpables de nuestros hechos. Un bello cuento que trasmite la esperanzadora idea de que la bondad, aún en los más crueles, puede esta oculta, no aniquilada, por lo que puede resurgir en cualquier momento.
Besos.

Carmen

Anhermart dijo...

Gracias , amigos, por vuestra aportación a este blog.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Ciertamente es una situación que te pone al límite. Buena elección del título para tratar un tema tan triste.