viernes, 2 de enero de 2009

Una casa en el acantilado







Se aproxima el ocaso. El día ha sido luminoso, aunque un aire gélido y húmedo ha azotado sin tregua la comarca desde el amanecer. La anciana ha recorrido un paisaje ascendente bordeando montes de baja altura que discurren perpendiculares al litoral. Poco a poco el salitre del mar se va dejando notar en el ambiente. A paso lento, pero decidido, ha ido ganando terreno sin importarle las inclemencias, su meta está cerca y eso le da ánimos para no desfallecer.
Después de horas por derroteros pedregosos, en los que sus cansados pies están a punto de rendirse, sólo le queda subir hasta una loma en donde espera con toda certeza encontrar el fin del camino.
Una vez conseguido el dificultoso ascenso se detiene a esperar que su respiración se relaje y se sienta sobre una piedra que queda a su altura. Se recoge el cabello enmarañado por el fuerte viento que ruge y se ajusta las solapas del abrigo sobre su cuello.
Cuando la mujer observa el lugar donde se encuentra la casa no puede evitar el pensamiento de que está ubicada en el fin del mundo, y tal vez no va desencaminada. Por fin, después del largo y tortuoso camino, monte arriba, la ha encontrado. La casa está al borde de un acantilado y edificada de manera que la puerta de entrada da al vacío. Se diría, a la vista del que llega hasta ella, que está a propósito de espaldas a la vida. Le habían informado correctamente aquellos que conocieron a Miguel, que son muy pocos.
De pronto, ante la inminente presencia de su objetivo, siente vértigo. Está confusa, insegura ante lo imprevisible de lo que pueda ocurrir cuando se enfrente con él. Si es que está allí aún. “Tiene que estar, no puede ser de otra manera. Miguel no me haría esa jugada”.
Es su última oportunidad, ¿dónde ir si él la rechaza? No tiene a nadie ya a quien recurrir. Su vida no ha sido la que esperaba que fuera y después de un sinfín de sinsabores ha llegado a la vejez sola. De todas maneras, en esta ocasión, está convencida de que su esfuerzo no será en vano. Para una mujer significa un paso tremendo el que ha dado; viene a implorar compañía y eso es una rendición sin condiciones pero es consciente de que ya no le quedan alternativas ni es tiempo de pensar en la dignidad.
“Miguel está sentado en el porche de su casa, extasiado con el espectáculo que hay frente a él. Se balancea levemente en una mecedora y sus ojos, inundados de mar azul y reflejos naranja de un sol en decadencia, no parpadean. A sus setenta y cinco años no ha perdido todavía la capacidad de sorprenderse cada día del milagro del atardecer visto desde su privilegiada atalaya.
El rumor de los pasos de la visitante, llevados por el viento, llega hasta Miguel haciendo que se sobresalte por lo inesperado del hecho de ver rota su rutina. Con dificultad gira la cabeza asiéndose a los brazos de la mecedora y queda callado, con un gesto de intriga en el rostro, escrutando con su mirada la frágil figura de cabellos blancos que ha aparecido repentinamente.
La mujer, a pocos metros de él, está inmóvil, aferrada a las solapas de su abrigo con ambas manos y tratando de transmitir alegría en sus ojos.
—¿Quién es usted?—pregunta Miguel después de carraspear con la garganta.
—Rosa—dice ella escuetamente.
—¿Quién?
—Rosa, ¿no me recuerdas?—ella tampoco le reconoce a él.
—Acérquese, ¿qué hace en mi casa?
—¿Estás bien Miguel?, quería saber de ti y…
—¿Rosa?—interrumpe él abriendo cuanto puede los ojos llenos de sorpresa.
—Sí, soy yo. Comprendo que te cueste reconocerme después de tanto tiempo.
—Usted no puede ser quien dice, ella tiene cuarenta años menos, unos ojos brillantes como este sol—dice señalando al atardecer—, el cabello dorado y un cuerpo joven que nada tiene que ver con el que está frente a mí en estos momentos.
—Claro que tenía todo eso—responde ella nostálgica de sí misma—, pero el paso del tiempo, ¡maldito tiempo!, nos lo arrebata todo.
—Eso no es cierto, a mí me lo quitó desde el principio, no me dio la oportunidad del paso del tiempo, apenas comencé a conocer el amor y ya lo había perdido prematuramente. Viví una ilusión efímera. En el fondo fui victima de un engaño. Ella jugaba a dos bandas y el perdedor fui yo. Me quedé solo, sin ánimos para un nuevo intento y decidí vivir así para siempre, sin más compañía que mis recuerdos, ¡y ahora viene usted aquí queriendo que crea que es aquella muchacha que tanto idealicé y que tanto daño me hizo! Su presencia sólo me produce inquietud, me perturba, me trae una dura realidad; la constatación del tiempo pasado e irrecuperable, la triste realidad de lo que los años hacen en nuestras vidas. Usted, si es que es ella, no lo es en realidad. Ya no es aquella persona por la que hubiera dado cualquier cosa. No crea que me alegra su visita, yo tampoco soy ya aquel joven cándido y soñador, soy un anciano que sólo aspira a borrar de su memoria tiempos pasados para poder vivir en paz. Mi única pasión ahora es este cielo, este mar…mi acantilado. Ver el paisaje cada día es todo mi interés.”
“¡No, no será así!”La mujer mueve la cabeza y da un manotazo al aire, como queriendo desprenderse de ese pensamiento nefasto. El miedo al fracaso le ha recreado en su mente una posible situación adversa, ha sido un momento, raudo como las ráfagas de viento que revolotean por su pelo pero el suficiente para inquietarla. No sabe cómo será Miguel ahora, después de tantos años y más al reconocer el daño que le hizo en su juventud, pero le basta con recordar su afable carácter para desestimar ese pensamiento y tener esperanza cuando llegue el reencuentro con él.
Tras unos minutos de descanso toma nuevas fuerzas y venciendo sus miedos se encamina hacia la casa con determinación. Pase lo que pase no está dispuesta a irse sin averiguarlo.
El camino terroso flanqueado de verde no dista más de cincuenta metros hasta desembocar en un minúsculo jardín con empalizada de madera blanca. Una vez en el interior del cercado la mujer rodea la casa y sin más se encuentra con Miguel que está ocupado en su rutina de cortar leños para el fuego de su hogar. Es, en efecto, un hombre de más de setenta años, de estatura media, cabello cano pero abundante y desmadejado por la actividad, o el viento, que le da un cierto toque juvenil. Viste como un auténtico hombre que ama el contacto con la naturaleza; pantalón de pana marrón y camisa canadiense a cuadros. En su mano derecha porta un serrucho, que unido a la altura a la que tiene recogidas las mangas de la camisa, le hace parecer vital, varonil. La primera impresión que recibe Rosa es la de que Miguel se ha conservado mucho mejor de lo que ella imaginaba. Ella está inmóvil, aferrada a las solapas de su abrigo como si eso le diera seguridad. Lo observa hasta el mínimo detalle en una ojeada ávida de información y antes de que el hombre tenga tiempo de reaccionar se adelanta diciendo:
—Miguel, ¿sabes quien soy?—la impaciencia hace que no espere más para advertirle de quien es la desconocida que se presenta súbitamente en su casa. O tal vez sea una estrategia para no llevarse la decepción de no ser reconocida.
—¡Rosa!—dice el hombre escapándosele descontrolada la voz al tiempo que el serrucho cae al suelo y sus pasos, de manera autónoma, le llevan a toda prisa hacia la visitante, a la que abraza con fuerza.
—¿Me has reconocido?—dice ella con alivio mientras trata de corresponder a la efusividad del saludo apretando a su vez en el abrazo de Miguel.
—¡Cómo no te iba a reconocer, mujer! ¡Claro que he sabido que eras tú en cuanto te he visto! ¡Será posible! , después de tanto tiempo me parece increíble que estés aquí. Ven, ponte cómoda, siéntate aquí conmigo y cuéntame cosas: qué te trae aquí, cómo te ha ido la vida… ¡qué alegría me da volverte a ver!—el entusiasmo de Miguel diluye todos los temores de Rosa fulminándolos en el acto, lo que le da ánimos para que aflore su innata coquetería, que aún conserva en algún rincón de su alma femenina. Él, galante, le toma su mano indicándole una silla situada en el porche de la casa. Rosa acepta el ofrecimiento y queda entusiasmada al comprobar la maravillosa vista del mar ante sus ojos.
—Rosa—le dice Miguel como cayendo en el detalle de que algo verdaderamente importante debe ser el motivo que la ha llevado hasta allí, lugar tan alejado y espacio de tiempo tan dilatado desde que se vieron por última vez, desde su juventud, toda una vida—, ¿te ocurre algo grave?
—No Miguel, no es ninguna enfermedad lo que tengo—el semblante de Rosa se entristece al momento adquiriendo un gesto desvalido que acongoja a Miguel haciendo que presienta algo dramático—.Es soledad. Una angustiosa soledad la que me ha hecho venir hasta aquí, con la esperanza de que tal vez quedara algo de lo que sentiste por mí una vez. La necesidad de vivir el tiempo que me quede compartiéndolo con la única persona que de verdad demostró quererme. He cometido todos los errores posibles que se pueden cometer en una vida y solo he conseguido sinsabores. Todo intento de rehacerme, una y otra vez, ha sido en vano y no me ha reportado más que descalabros…
—No sigas Rosa, me apena verte así, créeme. Déjame que siga en mi recuerdo aquella muchacha de mi juventud y permíteme que te ayude de alguna manera a recuperar la alegría que antes tenías y que tanto me cautivaba. Como puedes ver en mi casa hay más espacio del que en realidad necesito y puedes quedarte el tiempo que sea necesario para que el motivo que te ha traído hasta aquí se haya olvidado o por lo menos emborronado en tu memoria— dice Miguel tratando de animarla al tiempo que, con un gesto enérgico y lleno de entusiasmo, vuelve a tomar su mano para animarla a levantarse—.Me alegra muchísimo tu visita, ¡ven, acompáñame al interior de la casa, tengo una sorpresa!
Rosa no puede creer lo que está ocurriendo, Miguel la ha recibido como si estuviera esperándola desde siempre, no la ha rechazado y además le ofrece la posibilidad de quedarse. Es mucho más de lo que hubiera podido esperar ni tan siquiera en los momentos más optimistas de cuando se planteó recurrir a él como tabla de salvación.
Rosa se deja llevar, el contacto cálido de la mano amiga le reconforta y da esperanzas inusitadas, impensables. Entra en la primera estancia de la casa y se queda petrificada ante lo que no esperaba, ni siquiera se había planteado esa posibilidad: La esposa de Miguel, sentada en una mecedora y abrigada por una manta que cubre su regazo y piernas, la observa cariñosamente, da la impresión de que lleva esperando su visita desde hace mucho tiempo.
—Esperanza, mi esposa desde hace cuarenta años—dice Miguel con voz emocionada.

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