domingo, 2 de noviembre de 2008

El verdugo



Decidieron que la cita sería en un lugar público, una plaza concurrida y soleada en la ciudad en la que todos ellos vivían. No sería difícil reconocerse los unos a los otros. En realidad eran viejos camaradas, aunque no se conocieran físicamente. Es cierto, en la vida real no se habían encontrado nunca pero les unía un mismo objetivo desde hacía años, un enemigo común, su verdugo.
Todo empezó un par de años atrás, en la prisión sin nombre de una isla desconocida. Habían jurado vengarse y ahora era el momento.
Guillermo, hombre de unos cuarenta y cinco años y empleado de una empresa del ramo del automóvil, estaba sentado en un banco ojeando el periódico y sin perder de vista el entorno, a la espera de ver aparecer al resto del grupo.
No se hizo esperar mucho su llegada. Guillermo vio acercarse a Carlos, un hombre de escasa estatura y tez morena, de unos treinta y pocos años; peón de la construcción, que con paso ágil y decidido iba a su encuentro. Al llegar junto a él se puso en pie y ambos se fundieron en un fuerte abrazo, casi sollozando.
—¡Por fin! Esto marcha—dijo Carlos eufórico.
—¡Es cierto, podíamos hacerlo, podíamos!
—Sí, sólo es cuestión de minutos, hasta que aparezcan Raúl y Jorge. Luego seguiremos el plan—aseguró Carlos entusiasmado.
—Gracias a Dios, terminarán nuestras desdichas para siempre.
—Así es amigo, se acabará la condena de una vez por todas, ¿Estás decidido a seguir?
—No daré un paso atrás ni me temblará la mano, tenlo por seguro—respondió Guillermo enérgico— ¿Y tú?
—No hay nada que pueda hacerme cambiar de parecer. Estoy deseando liquidar a esa rata.
En ese momento aparecieron desde distintas direcciones dos hombres más. Uno de ellos, Jorge, de cuerpo voluminoso y andar pesado, se apoyaba en una muleta. Toda una vida de camarero en un restaurante modesto le había dejado maltrechas las piernas a causa de las varices. Aparentaba unos sesenta años o su vejez era prematura debido a su estado físico.
El otro hombre, Raúl, de unos cuarenta años, de complexión atlética y perfectamente trajeado era dependiente de unos grandes almacenes desde que cumplió la edad laboral. Nunca subió un escalón más.
Una vez reunido el grupo se entregaron a abrazos cruzados hasta saludarse todos ellos con verdadera camaradería, entusiasmados por su primer encuentro real.
Unidos en la misma desgracia, se creó un vínculo de solidaridad entre ellos más allá de la pura amistad, lo que hizo posible que se juramentaran para una insólita misión.
Desde hacía dos años aproximadamente sufrían cada noche una pesadilla colectiva, reencontrándose una y otra vez en la misma escena de terror. Estaban confinados en una celda y esporádicamente sacaban a uno de ellos para devolverlo al cabo de unas horas en estado lamentable después de crueles sesiones de tortura.
Cuando despertaban a la mañana siguiente, en sus casas, estaban sanos y salvos, pero las secuelas del sufrimiento infligido eran reales. Vivían en un mundo horrible durante la noche y en la angustia obsesiva del recuerdo durante el día. La pesadilla era tan real que pudieron comunicarse entre ellos lo suficiente como para, una vez a salvo fuera del sueño y concretado el plan, ir en busca de su verdugo y exterminarlo. Estaban convencidos de que sería la única manera de librarse de la angustia colectiva a la que estaban sometidos. Dos años en ese pozo era excesivo. No podían soportar más aquella vida.
En la vida virtual del sueño eran unos desventurados en una cárcel fuera de toda civilización y sus cuerpos mutilados se pudrían en la soledad de una apestosa celda. Sabían que la única vía de escape de aquella situación era aniquilar a su verdugo. Lo más esperanzador de aquella situación era saber que el sanguinario estaba localizable en el “otro lado”. El verdugo era un hombre fácilmente reconocible, su cara salía en los periódicos con mucha frecuencia. Se trataba del director general de un gran banco y su sede estaba en la misma ciudad en que vivían, durante el día, sus victimas.
Lo tenían bien planeado. Eran las ocho y quince de la mañana y a las nueve en punto el director se apeaba de su vehículo en su plaza privada de aparcamiento en el sótano de la central bancaria.
No les resultó difícil entrar a pie y deslizarse hasta la primera planta subterránea por las escaleras de acceso.
Esperaron agazapados hasta su llegada. Iba solo. Bajó de su auto y sus ojos se abrieron espantados al ver, y reconocer, a sus víctimas frente a él, allí, durante el día. Se sintió como un indefenso cordero rodeado por una jauría de perros hambrientos; desprovisto de sus armas, de su fuerza. No tuvo tiempo de pedir clemencia, apenas pudo quejarse del dolor. En pocos segundos yacía descuartizado sobre un enorme charco de sangre. Demasiada sangre para ser toda suya.
Los ejecutores se despojaron de sus largos cuchillos arrojándolos junto al cadáver, después de borrar toda huella en ellos, y se marcharon sin decir nada.
Eran cuatro hombres unidos en la desdicha.
Casualmente había un vínculo entre ellos, en la vida real, que aumentaba aún más el dolor; todos ellos tenían una hipoteca a cincuenta años, ¡toda una vida!




FIN

© Andrés Hernández (anhermart) octubre 2008

1 comentario:

Aitor dijo...

Como de costumbre, increíble. Espero y deseo que algún día un avispado editor se percate del potencial que tienes, permitiendote publicar y por consiguiente hacer llegar tus historias a infinidad de gente. Un abrazo.