sábado, 6 de septiembre de 2008

EL GUERRERO SAMURAI


Estaba acorralado. Vivía preso en mi propia casa y mis carceleros eran mis padres. Hacía mucho tiempo que no tomaba decisiones porque absolutamente todo lo que hacía estaba dirigido y supervisado de antemano por ellos y mi psiquiatra.
Dijeron que era esquizofrénico. Todo comenzó una maldita noche de verano, hace seis años, cuando tan solo tenía veintidós. Circulaba por la autopista A7 que va a Gerona a reunirme con unos amigos en Lloret de Mar. Todo hacía presagiar que iba a ser un fin de semana divertido; amigos, sol, playa y chicas. Pero nada de eso se cumplió lo más mínimo. Recuerdo que iba escuchando música de una cinta de cassette y mirando al frente; concentrado en la conducción y pensando en lo bien que lo habíamos pasado el verano anterior en esa misma zona de la Costa Brava catalana, cuando inexplicablemente, algo o alguien con una fuerza tremenda, tiró de mi antebrazo derecho hacia un lado haciendo que girara el volante del automóvil peligrosamente. A punto estuve de estrellarme contra la valla metálica de protección. Llegué a invadir por completo el arcén, pero una reacción rápida me salvó de momento al girar el volante en sentido contrario para contrarrestar el desvío del auto. Atenacé la dirección con las dos manos presa del pánico, miré a la parte trasera para comprobar que iba solo en mi automóvil. No había nadie. Traté de calmarme buscando explicaciones tales como: “me he dormido”, “el tirón del brazo ha sido una pesadilla fugaz”…cuando por segunda vez me ocurrió lo mismo. En esta ocasión el tirón fue más fuerte, por lo que mi mano no tuvo fuerza para seguir agarrada y vi como salía disparada hacia la ventanilla quedándose flotando e inmóvil en el aire. Nada visible la sujetaba, pero no podía moverla de esa postura, el resto del brazo tampoco obedecía a mi deseo. Intentaba hacerme con el control de la situación valiéndome de mi brazo izquierdo cuando sentí otro tirón, este llegó a causarme un dolor tan intenso que me hizo gritar y soltar el volante, lo que provocó irremediablemente que me saliera de la autopista después de arrancar de cuajo un tramo de valla. Caí por una suave pendiente dando tumbos hacia los campos de cultivo que allí había.
Cuando desperté en el hospital, tenía una brecha en la cabeza, pero el resto de mi cuerpo estaba intacto. No era nada grave, por lo que no llegó a una semana mi hospitalización. Solo permanecí allí para descartar secuelas del golpe, pero todas las exploraciones dieron negativo, estaba bien, ninguna anomalía cerebral física. El problema vino pocos días después, una vez ya en casa. Les conté a mis padres lo sucedido, creí que me comprenderían, necesitaba compartir mi experiencia y les confesé con todo detalle el terrible suceso. No creyeron nada de todo cuanto les expliqué, me preguntaron si había tomado alguna droga; cosa que me ofendió por la desconfianza que demostraban hacia mí. Intentaron por todos los medios que recordara si me dormí o si tomé alguna bebida alcohólica antes de salir de viaje. Cualquier cosa les valía con tal de no reconocer que fui victima de una fuerza oculta y misteriosa que buscaba mi muerte.
Como yo viví el hecho de forma tan real, me irritaba que mis propios padres no quisieran dar crédito a lo que les decía. Pasaron los días y comenzó a ser insoportable el interrogatorio al que era sometido una y otra vez con el fin de que adquiriera cordura y renunciara a mi versión. Yo no me movía ni un milímetro de mi primera explicación, lo que hacía que ellos se desesperaran aún más. Los escuchaba en ocasiones cuchichear y yo sabía que estaban tramando algo contra mí. No pasó mucho tiempo en confirmarse mis sospechas; un día me hicieron levantar temprano y sin darme explicaciones me llevaron a un psiquiatra.
En su consulta, y siempre en presencia de mis padres, volví a relatar por enésima vez la misma historia sin mover una sola coma. Era tal la claridad con la que recordaba esos momentos, que la versión fue exactamente la misma.
A partir de ahí comenzó el calvario. Por indicación del especialista, mis padres hicieron desaparecer todo aquello que consideraban pernicioso o susceptible de contaminar mi cabeza: libros sobre esoterismo, novelas épicas, ensayos sobre civilizaciones desaparecidas, artículos relacionados con el fenómeno ovni… ¡en fin, todo lo que oliera a paranormal! No dejaron nada. Me sometieron a una censura brutal, condicionaron totalmente mi vida poniéndome los límites a los que podía llegar en mi comportamiento, en mi tiempo de ocio, etc. Me impusieron la programación de televisión que ellos, junto a las indicaciones del doctor, creían la más conveniente para mi estado. A partir de ahí tenía la obligación de dar cuenta de todos mis movimientos; donde iba, qué hacía, a quien veía fuera de casa. Eso unido a la medicación, que anulaba mi voluntad, pues me costaba un gran esfuerzo tomar decisiones y no hacía otra cosa que vegetar inútilmente. Pasaba los días en casa, sentado ante el televisor tragándome todo lo que la pantalla me ofrecía. Pero no veía nada, mi mundo no estaba allí, yo tenía mi propio universo; horrible universo plagado de monstruos que me asediaban a todas horas. Constantemente veía flotar en el aire seres de pesadilla. Los veía con la misma claridad que veía a mis padres o al mobiliario que me rodeaba. Cerrar los ojos no servía de nada ya que esos seres vivían en todos los planos o dimensiones. Podía verlos en la oscuridad, en mis sueños ¡estaban en todas partes! A veces se acercaban a mis padres y les acompañaban burlones allá donde fueran, invadiendo su intimidad.
Por si no era suficiente la angustia había días en que despertaba poseído por cualquier personaje, casi siempre relacionado con el mundo religioso; “alucinaciones místicas,”creo que le llamaba a eso el psiquiatra. Pero yo no vivía esas experiencias como alucinaciones si no como una realidad. Si una mañana al levantarme, creía que era el Arcángel san Gabriel, asumía la condición de divinidad hasta el punto de sentirme invadido por una paz interior como jamás experimentara antes, era capaz de captar el concepto de amor en toda su esencia como nunca hubiera imaginado. En alguna ocasión creí ser el mismísimo Jesucristo hasta el extremo de sentir su dolor en el Vía crucis, o era consciente de los recuerdos del Mesías hasta retroceder a su niñez.
Luego, con el paso de los meses, se complicó la relación con mis padres a causa de algo extraordinario:
Una tarde, en la que aburrido de mi rutina decidí echarme un rato en la cama, desperté sobresaltado por un fuerte golpe que procedía del comedor de casa. Como sabía que en ese momento estaba solo, la curiosidad hizo que me levantara y fuera a ver de qué se trataba. Estaba acostumbrado a ver de todo, pero lo que me aguardaba allí era algo inesperado; ¡un guerrero Samurai perfectamente uniformado me miraba fijamente a los ojos y me invitaba a acercarme! Retrocedí asustado y fui a refugiarme en mi cuarto, cuando llegué cerré la puerta y me di cuenta que el personaje estaba a mis espaldas mirándome desafiante y autoritario. “no serás libre hasta que aniquiles a tus carceleros, usa tu arma para desligarte de las ataduras que te inmovilizan”.
Se refería a mi katana, la que solía utilizar para entrenar en el gimnasio cuando mi vida era normal, y estaba claro que me decía que aniquilara a mis padres por ser ellos el motivo de mi anulación como persona. Al principio me espantó la idea pero el samurai no estaba dispuesto a abandonar y no me dio un momento de respiro desde ese momento. Conforme pasaban los días y sus apariciones eran más insistentes, la idea de que mis padres eran el motivo de mi desgracia fue tomando fuerza, comencé a notar también que hablaban a escondidas sobre mí, estaban tramando algo, conspiraban contra mí cuando creían que no los observaba y eso hizo que desconfiara cada vez más de ellos hasta que me posicioné y dejé de hablarles, por mucho que insistían no conseguían comunicarse conmigo. Yo sabía que adoptaban esa postura falsa de interesarse por que me sincerara con ellos para confiarme y no sospechara de sus verdaderas intenciones; el samurai me había advertido de sus planes y ellos creían que yo no estaba al tanto de su confabulación para internarme en un centro psiquiátrico de por vida. Entonces lo comprendí; no eran mis padres, me habían estado engañando toda mi vida, eran dos entes malignos enviados por fuerzas ocultas para destruirme; ¡eran sicarios del Maligno, demonios como él! Lo vi claro; el samurai no me engañaba sino que era mi aliado. Me estaba aconsejando lo mejor y yo, tercamente, le daba la espalda.
Comencé a observarlos con más detenimiento, los espié incluso cuando dormían y vi horrorizado como, cuando creían que no los veía, sus caras se transformaban, adquirían formas demoníacas y reían como posesos regocijándose en sus planes de librarse de mí. Por otra parte, descubrí también algunas manipulaciones extrañas de mi madre en lo que cocinaba para mí; me estaba envenenado poco a poco y empecé a perder fuerzas, me encontraba agotado sin motivo y solo quería dormir y dormir. Cuando llegaba mi padre a casa, ella le daba detalles de cómo iba el proceso de mi intoxicación, sacaba un frasco de un brebaje extraño y le mostraba el nivel como justificándose de que seguía al pie de la letra el plan. Yo sabía que cuando hubiera consumido lo que quedaba de veneno mi voluntad quedaría para siempre en sus manos y les sería fácil recluirme en alguna base secreta de sus camaradas invasores y tirar la llave para siempre. Estaba seguro que contaban con cómplices en todas partes, gente maligna como ellos que se estaban apoderando de nuestro planeta llevando una guerra silenciosa y bien planificada. Estaban en todas partes, en todos los hogares. Sentí lástima de mis verdaderos padres, comprendí entonces que fueron aniquilados en algún momento de mi vida, sin que yo lo advirtiera, para ser sustituidos por aquellos seres terribles.
Estaba claro; la única salida que tenía era ejecutarlos como mi amigo el samurai me aconsejaba. Sí, estaba decidido a matarlos, no quedaba otra alternativa si quería seguir en libertad.
Mi amigo el samurai vino una noche a mi cuarto, me zarandeo en el hombro para despertarme y cuando lo hice él me entregó mi katana. Sentí como si abrasara mis manos al tocarla, y luego me dijo:” ha llegado el momento de la liberación, hazlo por ti y por todos los demás cautivos que, como tú, están en su poder. Tú eres el elegido, el ninja vengador de los oprimidos”.
No necesité más, mi hora había llegado, yo siempre supe que estaba reservado para algo grande, que mi venida a la Tierra cumplía con un plan que iba a ser trascendental para la marcha de la humanidad y ahí tenía por fin la revelación de lo que era mi destino. Me levanté como un héroe, con fuerzas renovadas y lleno de una energía desconocida que me dirigía, que guiaba mis pasos.
Los encontré fingiendo que dormían y actué sin contemplaciones, solo me merecían desprecio. Con solo dos tajos certeros sus diabólicas cabezas rodaron por el dormitorio hasta posarse a mis pies. Me sentí triunfal, mi misión se había cumplido con éxito. Me giré para recibir un gesto de reconocimiento de mi amigo el samurai pero no estaba, se había esfumado.
Ya no lo he visto más. Cuando salí en todos los diarios del país como “El asesino de la katana” nadie hablaba de él, me decían que nunca existió el samurai, que era un invento mío. Nunca me creyeron.
Ahora estoy aquí, en una de sus bases, recluido y esperando lo peor, se que terminarán por ejecutarme por acabar con dos de los suyos. Es igual, he cumplido el objetivo para el que fui enviado, estoy dispuesto a partir de nuevo al mundo del que vine para seguir con mi lucha, ya que los demonios están en todas partes.


FIN


© Andrés Hernéndez (anhermart)

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