martes, 31 de julio de 2012

Las apariencias










Todo llega en esta vida. Los años pasan y lo que nos parece inalcanzable se nos presenta un día, de pronto. Y aunque sea un contrasentido, lo esperado llega cuando menos lo esperas. Tomás y Encarna han estado soñando durante décadas en el día en que él se jubilara para cumplir al fin su deseo; permanecer largas temporadas viviendo a diario en el Camping Nou de Castelló de Ampurias, cerca de la ciudad costera de Rosas, en plena Costa Brava.

Cada año, desde primeros de Abril hasta últimos de Septiembre, y durante  treinta años, han montado su caravana en la misma parcela de siempre, acudiendo todos los fines de semana. Allí han pasado momentos inolvidables acompañados por sus tres hijos. “Es como si los niños se hubieran criado allí”, les gustaba decir  a sus familiares y amigos.

Ocupaban una caravana en la que cabían perfectamente los cinco. Tenía una cama de matrimonio y tres literas. Un amplio avancé y una tienda cocina adosada en la que no faltaba un detalle.

Tomás y Encarna eran de los que, cuando “montaban”, se llevaban de todo. Les gustaba estar como en casa y por ese motivo no se privaban de comodidades tan domésticas: ventiladores, neveras, estufas, algún sofá, televisores y todo tipo de cacharros de cocina. Incluso una enorme caja de herramientas, provista de todo un arsenal, que Tomás no usaba nunca, “Pero por si acaso”. 

“Una cosa es ir de camping y otra bien distinta es hacerlo en plan tercermundista, tirados por los suelos, como suelen hacer los grupos de jóvenes con sus tiendas Iglú o Canadienses, sin una mala silla plegable donde sentarse”. Por ese motivo llevaban también sillas y tumbonas para un regimiento. Incluso alguna hamaca. Sus hijos, sobre todo cuando eran niños─ ahora son cuarentones y ya no aparecen por allí más que en alguna ocasión, de visita─ tenían una bicicleta cada uno y un sinfín de juguetes que no olvidaban en casa ningún verano. Era tal el número de cachivaches que utilizaban que no había más remedio que alquilar un camión de mudanzas cada principio y final de temporada para acarrear todo aquello.

Eran felices. Tomás, una vez ya bien instalado, disfrutaba haciendo una gran barbacoa para dar así comienzo con buen pie a la nueva temporada.
Así, año tras año, fueron creciendo los niños hasta que llegó el momento que su presencia  brilló por su ausencia. Su inevitable desaparición, uno tras otro, al ir buscando sus propios derroteros, estaba cantada. Como suele ocurrir a toda familia campista cuando los niños crecen.

Una vez solos Tomás y Encarna no dejaron ningún año de acudir al camping. Aunque ya no era lo mismo, sin el jolgorio típico de su prole, seguían disfrutando de esos seis meses de estancia de fin de semana en lo que para ellos era el sumun de la felicidad; su parcela, su caravana, el ambiente alegre y festivo del camping, sus “conocidos de toda la vida” y sin duda alguna el enclave: “Era lo mejor de la Costa Brava con diferencia, ¡dónde va a parar, donde se ponga esto que se quite la parte de Tarragona!” Tenían allí mismo, a pocos centenares de metros nada más y nada menos que “La pequeña Venecia”; Ampuria Brava y sus famosos Canales. Más abajo una espléndida playa en la que desembocaba el Rio Muga. Por si faltaba poco Cadaqués a un tiro de piedra… y el no va más, para rematar con broche de oro; “La Junquera a un paseo en coche para hacer de vez en cuando una incursión por el sur de Francia haciendo muy pocos kilómetros en su desplazamiento”. No se podía pedir más; era el lugar perfecto, allí estaba todo cuanto deseaban.

Todo ello les satisfacía tanto que siempre pensaron que, en cuanto  Tomás tuviera la edad de retirarse de  su trabajo de fontanero, se irían a vivir al camping cada año todos los días que la temporada duraba. Incluso, en el caso hipotético de que los propietarios decidieran alguna vez tener las instalaciones en funcionamiento el año entero, se ubicarían definitivamente en su querida caravana como residencia única.

Tomás y Encarna no  se imaginaban que eso se convertiría en una realidad ya que justamente el mismo año en que Tomás cumplió los sesenta y cinco y pasó a la reserva como veterano autónomo, la administración del camping decidió cambiar la  rutina de siempre comenzando una nueva etapa de temporada total; todo el año en funcionamiento. Tal vez la nueva situación de crisis en la que este país se vio avocada por esas fechas influyera en la  decisión pero el caso es que Tomás y Encarna vieron cumplido su deseo. 

No lo dudaron ni  un minuto. Parece ser que no vacilaron en vender su piso de Barcelona, frente a la Pedrera y quitarse del ajetreo urbano de zona tan visitada por turistas del mundo entero, con todo lo que conlleva. Les resultaba asfixiante ya a su edad vivir en barrio tan castigado por los tumultos que representaban los inagotables grupos de visitantes, por su insufrible circulación de vehículos, sobre todo de autocares cargados con hordas de turistas, y por su cotidiano ruido hasta la desesperación.
El milagro se había producido y ya estaban viviendo su sueño. 

Mientras que Encarna daba su recorrido habitual por distintas parcelas en las que se contaba un buen número de conocidos, y sobretodo conocidas, pasando a saludar una a una y enterarse de los últimos chismorreos del camping, como era su costumbre y actividad con la que más disfrutaba, Tomás estaba cómodamente arrellanado en su butacón preferido. Daba caladas a su cigarro Ducados mientras, de vez en cuando, le daba un tiento a su lata de cerveza Amstel aprovechando la ausencia de ella. Solía tener siempre alguna reserva de ellas escondida bajo el faldón de la caravana, detrás de una de sus patas de anclaje al suelo. 

Eso le comportaba el inconveniente de tener que beber su cerveza a temperatura ambiente pero era la única posibilidad que tenía ya que en la nevera se hubiera descubierto su estrategia. Encarna miraba mucho por su salud y estaba siempre al acecho, no era cosa de ser descubierto y perder esa posibilidad de tomar su cervecita de vez en cuando.

Aquella mañana Tomás se levantó a las seis, como siempre. El día era espléndido, soleado y sin rastro de Tramontana. Hasta su cómoda posición llegaba la fragancia de los eucaliptos que flanqueaban  la parcela y el gorjeo de algunos pájaros le sumían en el deleite de una sinfonía a la que aún no le había puesto nombre pero que le era reconocidísima. 

Una paloma cercana le traía intermitentemente su letanía en inglés. Es extraño pero las palomas del camping Nou se comunican en ese idioma, no hay más que poner atención para descubrir con sorpresa como dicen una y otra vez: “We-go-to, we-go-to, we-go-to…”, como si se dieran la señal unas a otras del comienzo matinal de su rutina. Tomás captaba todo ese entorno saboreándolo al unísono como un todo balsámico y reconfortante, sabedor de su gran privilegio de hombre desocupado, sin responsabilidades de antaño; libre para hacer del resto de  su vida una plácida práctica.

Así llevaban ya más de siete meses. Lo que para otros pudiera resultar una insufrible rutina para ellos representaba la culminación de todas sus expectativas. Cada uno, a su manera, pasaba los días desocupado en las mejores actividades, que era la de no hacer nada: Tomás en la contemplación, sus cervezas furtivas, su periódico diario que casi nunca leía en su totalidad, sus cigarrillos, su tumbona e interminables charlas con quien tuviera la imprudencia de acercarse a la parcela a saludarle. Encarna en sus recorridos, mañana y tarde, en busca de las últimas noticias. Aun a pesar de que en muchas ocasiones, inexplicablemente para ella, encontraba puertas y cortinas cerradas indicando que sus ocupantes habían salido.

 No era problema, el camping es inmenso y las parcelas se cuentan por cientos. Conocidos o no los campistas, no era impedimento alguno para entablar una inocente charla sin más motivo que sonsacar a destajo cualquier chisme.

Al regreso de ella, habiendo satisfecho su necesidad diaria de información, solía encontrar a Tomás haciendo los preparativos para encender la barbacoa. Encarna se ponía hecha una furia cuando lo descubría manipulando en el saco de carbón para extraer algunos pedazos. Junto a la barbacoa tenía un pequeño montón de leña para iniciar el fuego. “¡Uf, por poco!”
─ ¡Lo sabía! ─solía decir ella a gritos en cuanto lo avistaba desde lejos, camino a su  parcela─ ¿Porqué te empeñas en hacer fuego si sabes que no me gusta cocinar en la barbacoa? ¡Deja eso, que ya tenemos el fogón a gas, que no marranea tanto como el carbón! 
─ ¡Qué mujer, nunca me da una satisfacción!─murmuraba él sin levantar la mirada de lo que estaba haciendo. Pero por naturaleza sumiso, el hombre, paraba automáticamente la acción, se quedaba con el fosforo ardiendo entre sus dedos, el labio inferior ligeramente caído y obedecía como un corderito─ “Por esta vez se ha librado. Ha llegado a tiempo, pero un día de estos cuando llegue será demasiado tarde, el fuego estará en marcha y no podrá impedirme que haga carne a la brasa”─ Tomás juró para sí entre dientes.

Una de las manías de ella era no cocinar nunca a la vista de todos. No era partidaria de que algo tan íntimo, como era elaborar la comida diaria, fuera observado por cualquiera. Podía ser motivo de crítica y eso, que tanto practicaba ella hacia otros,  no lo soportaba para sí misma. “¡A nadie le importaba si comían esto o lo otro!” 

Entre estos y otros momentos, más o menos afortunados o divertidos, iban pasando los días y los meses; Tomás intentando hacer su barbacoa y bebiendo a escondidas alguna que otra cerveza. Encarna llevando el control de todo lo que acontecía en el camping sin dejar títere con cabeza.

El resto de campistas hacían su estancia lo más agradable posible tratando de aprovechar los días de vacaciones (la mayoría turistas extranjeros) o las estancias de fin de semana (preferentemente campistas de Barcelona y un número significativo de gente de Olot) de temporada.

Todos los años, sobre todo en el mes de Julio y parte de Agosto aparecían las mismas caras, se daban los mismos encuentros entre nativos y foráneos. Había una cordialidad muy agradable y simpática entre unos y otros debido a los muchos años que coincidían por lo que los saludos, besos y abrazos solían durar alrededor de una semana al encontrarse un año más, como siempre. 

Era extraño que no acudiesen a su cita anual personajes tan dispares como Giuseppe, el simpático italiano de Bérgamo, con toda su familia: Vittoria, la esposa y sus tres hijos; Dani, Steve e Isa. Como un clavo aparecía de repente María y su esposo Weinold así como sus compatriotas holandeses Att o Jack, el policía de grandes bigotes al más puro estilo de la época del cine mudo y montado sobre su pintoresca bicicleta. 

Tampoco faltaba nunca Pierre, el belga que instalaba su caravana siempre detrás de la fuente que hay junto a la parcela 23─ A, entrando al camping en la primera calle a mano izquierda. Solía acompañarlo casi todos los veranos su hija Monique, una muchacha de más de treinta años y grande como una osa polar.

Estos y otros muchos eran conocidos de la pareja de jubilados Tomás y Encarna y no se libraban de sus visitas reiteradas, sobre todo de las de ella y en los momentos más inoportunos; cuando tenían visita o se disponían a comer.

El resto de campistas hacían su vida de diario sin más problemas que pasarlo lo mejor posible disfrutando de los servicios y actividades típicas: piscina, bar, juegos para los niños, leer plácidamente al sol su novela elegida para las vacaciones, salidas a la playa, baile por las noches, Karaoke,  etc.

Ningún altercado digno de mencionar enturbiaba la paz, el relax de los veraneantes a no ser algún conato de pequeña juerga nocturna de jóvenes que no controlaban el tono de voz y que de inmediato era sofocado por la diligente actuación de Agustín, el vigilante de la noche, o de su ayudante negro Shírifu.

Pero excepcionalmente aquel año no iba a ser como tantos otros anteriores. Un inesperado hecho enturbiaría la paz y convivencia hasta el punto de marcar un antes y después. 

Uno de esos días se acercó hasta la recepción un hombre alemán de unos cuarenta años; roja la cara como una gamba, rapado su pelo blanco casi albino semejando un cepillo y sandalias con calcetines de color butano. Visiblemente alterado reclamó la presencia del responsable del camping. El motivo era la desaparición de su perrito chihuahua. Él y su esposa y dos hijos lo estuvieron buscando por todo el camping sin resultado. Llevaba desaparecido toda la mañana por lo que, tanto su esposa como sus hijos, no dejaban de sollozar ante la sospecha de no volverlo a ver más. 

Fue tal la angustia mostrada por la familia, reclamando ayuda, que el director no tuvo más remedio que organizar una nueva y más concienzuda batida, parcela a parcela. No dejaron, él personalmente y su equipo de empleados, de escudriñar concienzudamente todo el perímetro del camping, instalaciones incluidas.
La búsqueda no dio resultado, por lo que la familia alemana amenazó con denunciar  en la comisaría más próxima de los Mossos de Esquadra acusando al camping de falta de seguridad.

El asunto se ponía feo. No era la primera vez que ocurría el mismo hecho aquella temporada. Ya era el tercero que desaparecía y aunque hasta ese momento, el director y los empleados de la recepción lo sabían, empezando por Olga; la gerente y terminando por el director, habían conseguido guardarlo en secreto sin que corriera el rumor de que allí no estaban seguras las mascotas de los clientes. Eso hubiera sido una nefasta publicidad en plena temporada de verano ya que muchos clientes acuden allí por el hecho de permitir la entrada de perros. Aunque deben estar atados o en el interior de las caravanas o bungalós.

Por mucho que el director trató de tranquilizar al dueño del chihuahua fue inútil y los ruegos, incluso la oferta de alguna rebaja en el precio de la estancia, no dieron resultado por lo que a la mañana siguiente apareció el coche de la policía, con la alarma que ese hecho causa en un lugar tan tranquilo como es un camping.

Los policías, después de hablar con el responsable, y cumpliendo con su deber, comenzaron las pesquisas dando un recorrido por toda la zona, no dejando parcela por visitar y haciendo preguntas así como tomando notas de todo cuanto observaban que pudiera servir como pista.

Por otra parte el director, deseoso de que el asunto se resolviese favorablemente, sin demasiado alboroto, reanudó la batida del día anterior al mando de su brigada de empleados  ordenando que no quedara un solo rincón o dependencia por registrar.

Dos horas más tarde se reunieron de nuevo en la oficina del director, él mismo y los dos policías, para darse mutua información. No lo podían creer, unos y otro venían con la misma versión; por comentarios y sospechas de varios interrogados habían llegado a la conclusión de que la desaparición de los tres perritos estaba relacionada con la pareja más venerable y de mayor edad del camping, Tomás y Encarna.

El director estaba desolado y aun albergaba la esperanza de que fuera una falsa alarma, un desafortunado equívoco:
─ ¡Ellos no, los conozco desde hace treinta años! ¿Para qué iban a secuestrar esos perritos? No le encuentro sentido alguno.
─Las evidencias son claras─ dijo uno de los policías─ Tanto a usted como a nosotros nos han dicho exactamente lo mismo; que las tres mascotas fueron vistas por última vez rondando por la parcela que ocupan ellos. No tenemos más remedio que citarles para que comparezcan en la comisaría mañana a primera hora y que den su versión. Hemos comprobado que no se encuentran en su parcela por lo que le dejamos  a usted el encargo de ponerlo en su conocimiento una vez aparezcan. 

Los policías se marcharon dejando al director conmocionado por la sospecha de que la acusación fuera cierta y diera motivo a un escándalo y posteriores consecuencias negativas por la mala publicidad que el asunto pudiera causar.

No pasó mucho tiempo en que el matrimonio diera señales de vida. Venían de dar un paseo por el camino de tierra que pasa paralelo al camping en dirección a Castelló de Ampurias.
Aunque con sumo cuidado y esperando fuera una falsa alarma, el director salió al paso en cuanto los vio aparecer por la entrada y les puso en antecedentes de todo lo ocurrido así como de la cita que tenían con la policía por la mañana.

Sobre todo ella reaccionó furiosamente amenazando con denunciar a la empresa y con marcharse inmediatamente si no retiraban aquella infundada acusación. Hizo gala de una gran maestría teatral, incluso instigaba a Tomás para que defendiese su honor ultrajado tan ignominiosamente.

Tomás no decía nada, miraba al suelo y rebuscaba en el bolsillo de su bermudas floreado intentando, con mano nerviosa, dar con el paquete de Ducados. No era hombre de conflictos y prefería no pronunciarse. Ya estaba ella para eso.
Dando muestras ostentosas de indignación fueron directamente hasta su parcela seguidos por la mirada inquisidora de decenas de observadores. Se encerraron en la caravana y apagaron todas las luces para dejar de ser el centro de atención de todos.

Un total silencio invadió la zona. Solo una insolente paloma repetía a intervalos cortos su “We-go-to…”desde uno de los eucaliptos de la parcela que ocupaban  Tomás y Encarna. Daba la impresión que los señalara como culpables.

Llegó la mañana del día siguiente y sobre las doce volvió a aparecer el coche patrulla de los Mossos para dar noticias al director sobre el caso “mascotas”. Fueron recibidos de nuevo en el despacho y allí aclararon los hechos con todo lujo de detalles.
Eran culpables. Habían “cantado” reconociendo que ellos eran los culpables de la desaparición de los tres perritos.

Tomás y Encarna estaban arruinados. En los años de euforia, antes de la crisis, habían avalado a dos de sus hijos para la adquisición de vivienda cuando decidieron casarse. Pasó el tiempo y vinieron tiempos malos; ERES y reducciones de plantilla, por lo que uno primero y después el otro quedaron en el paro. No pudiendo pagar ambas hipotecas, Tomás y Encarna ayudaron con los pocos ahorros que tenían a sus dos hijos hasta que se agotaron las reservas. 

Llegando a ese punto y no habiendo conseguido encontrar un nuevo empleo ninguno de los dos, los bancos pidieron responsabilidades a los garantes, que no pudieron hacer frente a la deuda millonaria de nada menos que dos hipotecas sobre pisos en el centro de Barcelona. Agotaron todos los aplazamientos que fueron solicitando, siéndoles imposible hacer frente a la monumental deuda hasta que un día, sin más recurso que les valiera, se vieron desahuciados. Perdieron su propia vivienda quedando en la calle.

 No vieron otra vía de solución a su tragedia que irse a vivir al Camping, a su caravana. La pensión de él, que no era mucha por su escasa cotización como autónomo, daba para pagar toda la temporada pero no le quedaba prácticamente nada para subsistir, por lo que, a la desesperada, encontraron una solución para el sustento diario. Llevaban alimentándose de carne de perro desde hacía varios meses. Atraían a uno de vez en cuando hasta su parcela, lo hacían entrar con el engaño de alguna golosina hasta el avancé y una vez allí…

Cuando los Mossos hicieron un registro encontraron un arcón congelador en el avancé y dentro, debidamente troceados, un par de mascotas.

No, a Encarna no le gustaba que Tomás pusiera en marcha la barbacoa, y tenía sus motivos. Cada día, a la hora de la comida, salían bien arreglados diciendo a todo el que se cruzara en su camino que iban a este u otro restaurante cercano, que a ellos les salía más a cuenta comer fuera que cocinar. Estaban por los alrededores dando un paseo de una hora y luego volvían con cara de satisfacción. Incluso Tomás no descuidaba nunca un detalle de confirmación de su buena comida; se colocaba un palillo entre los dientes a su vuelta del paseo. Una vez ya en la caravana comían de verdad a escondidas su ración de perro a la plancha, frito o estofado, según el día. 

“Ante todo las apariencias”, eso era sagrado para Encarna.
 Arruinados pero dignos, la cabeza bien alta.





2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pedazo de energúmeno ese Tomás, en lugar de pedir ayuda a Cáritas prefirió imitar las costumbres gastronómicas de los chinos

Anhermart dijo...

Anónimo:
La Crisis es "mu" mala. A este paso veremos cosas peores como no lo arreglen.