sábado, 5 de noviembre de 2011

MI enemigo Baltasar (La víspera de Reyes)




Son las cinco de la tarde, al mismo tiempo que Isabel y su pequeño Raúl de siete años esperan ilusionados el paso de la cabalgata de Reyes mezclados entre la multitud, Eusebio, el esposo y padre, sale del almacén de la empresa de transporte donde trabaja. Concluida la jornada laboral, tiene una misión importante que llevar a cabo; encontrar a toda costa un juguete para su hijo. Ese juguete que siempre dejamos para última hora y que cuando reaccionamos porque se nos echa encima la fecha clave, nos dicen:”lo siento, pero no nos queda ninguno, si hubiera venido hace media hora aún nos quedaban dos, pero como están muy solicitados porque ha sido el juguete más vendido de estos Reyes…nos los han quitado de las manos. Se venden solos, oiga ¡que fiebre les ha entrado a los niños con el trasto ese, que barbaridad!”
A través de un compañero de trabajo, se informó de una tienda en el centro de la ciudad, donde: “seguro que lo encuentras”. Y en eso está, se dirige a la parada de autobús más cercana y espera.
Más lejos, madre e hijo disfrutan ya de la majestuosa Cabalgata. El espectáculo es maravilloso, como es habitual en estos casos. La inmensa avenida está engalanada convenientemente para la ocasión, las miles de bombillas de colores que adornaron la Navidad sirven ahora para dar ese toque de magia necesario para autentificar algo tan engañoso y cargado de ilusión infantil.
La zona a la que se dirige Eusebio no es precisamente de las más recomendables para individuos como él, pero no tiene más remedio que ir hasta allí para conseguir lo que busca. Aunque ubicado en el corazón de la ciudad, el barrio es muy poco recomendable ya que allí conviven una multitud de etnias de lo más variado en culturas y procedencias. Prácticamente está ocupado por individuos que emigraron de sus países de origen en busca de una vida mejor, terminando por hacinarse en unas pocas calles donde se hacen fuertes. Allí imperan sus propias leyes, no ateniéndose más que a su propio código. Desprecian totalmente a una sociedad que los margina, por lo que no comparten criterios de comportamiento cívico si no que han creado su ética particular y con ella se “apañan”.   Ciertamente no es muy aconsejable pasear por allí y si se hace, mejor no entretenerse demasiado por si acaso. Eusebio lo sabe, por lo que no piensa llamar la atención, irá a lo que le interesa…y escapará de allí lo antes posible una vez conseguido el objetivo.
En una llamada telefónica, a media tarde, comentó su plan a Isabel asegurándole que cuando vuelva a casa lo hará con el regalo ya adquirido, por lo que no debía preocuparse pues el niño tendrá la alegría que esperaba en la mañana de Reyes. Se trata de una nave espacial de esas de estilo japonés con tantas lucecitas y funciones. El cacharro tiene por nombre, nada más y nada menos que Sky-kar. Y como es natural en estos casos, nada consolaría al niño si por la mañana al levantarse y correr al lugar donde dejó las zapatillas, descubriera que lo que más desea de todo, lo que más remarcó en su carta a los Reyes, éstos se olvidaron de dejárselo. “¡Eso, jamás!, el niño tendrá su regalo cueste lo que cueste.”
El autobús llega por fin, se abre la puerta impulsada por un chorro de aire comprimido y Eusebio se introduce en él.
La mayoría de los pasajeros que le acompañan en el recorrido tienen el mismo punto de destino, se les nota nada más verlos. Eusebio sabe distinguir perfectamente de entre ellos los que son del barrio al que se dirige y los que no. Todos los asientos están ocupados y ha de permanecer en pie asido a una de las barras que penden del techo. Debido a su escasa estatura, para agarrarse bien, no tiene más remedio que estirarse hacia arriba, por lo que está prácticamente de puntillas. Se siente ridículo y maldice una vez más en su vida no tener una talla normal. A su lado un joven de raza negra de unos veinte años, que le pasa dos palmos por encima de su cabeza, parece mirarlo como burlándose. Eusebio desvía la mirada para otro lado por evitar problemas, concentrando la atención en el paisaje urbano que pasa delante de sus ojos como una exhalación
 “Solo faltan dos paradas”, piensa. En realidad el viaje no es muy largo pero él está deseando que finalice. Ha escuchado muchas historias referentes a la zona y ninguna agradable y no está nada tranquilo. Al parecer allí ocurren todos los actos delictivos de la ciudad: robos, violaciones, agresiones…etc. Está convencido de que todo eso se exagera bastante, pero de todas formas algo hay de cierto. Con observar a sus compañeros de viaje tiene suficiente para hacerse una idea aproximada de el tipo de convivencia que debe haber entre unos y otros. Mira con disimulo a los pasajeros y no ve más que pakistaníes, chinos, negros o árabes. Se siente extranjero en su propia ciudad y una sensación de desamparo le recorre el cuerpo, como un estremecimiento que le inquieta. Hasta llega a pensar que le observan con mirada despreciativa. Decide no dejarse impresionar y recurre al viejo truco de pensar en otra cosa, concentrar la atención en lo que lo ha llevado hasta allí. “Un Skin-Word”, piensa. ¡”No, no se llama así, era Sky-Lav!, tampoco, ¿cómo se llama el maldito juguete ese? ¡Será posible! ¿A que lo he olvidado y cuando vaya a la tienda no sabré que pedir?”.
—¿Quieres apartarte, que voy a salir? —la voz del joven gigante que hay a su lado le sobresalta por el tono grave y amenazador.
—Per…perdone —balbucea Eusebio—, no le había oído.
—¡Quita de en medio, payaso! — El negro no parece tener muy buenos modales, termina por apartarlo de un empujón sin darle opción a responder, para pasar hacia la parte de atrás donde está la puerta de salida.
El autobús ha llegado a la última parada, que es la de ambos. Eusebio opta por dejar que salgan varias personas antes que él con tal de crear una distancia de seguridad entre él mismo y el malcarado personaje que lo ha humillado. Prefiere no tener que encontrárselo más. A través de las ventanas del autobús observa como se aleja. Los últimos pasajeros que quedaban han salido ya, por lo que el conductor se impacienta: “¿Baja o se queda?”, le interroga con malos modos.
Sale a la calle indignado por el trato recibido. El sentimiento de impotencia que le producen estas situaciones en las que se siente cobarde y no reacciona ante una agresión verbal le rebajan la autoestima, le duele no tener el coraje suficiente para enfrentarse a todo aquél que, amparándose en la inferioridad física que ven en su persona, le avasalla sin contemplaciones. Está harto de pedir perdón cuando le pisan, de intentar siempre el dialogo antes que nada, sea con quien sea, incluso aunque el contrario no se merezca otra cosa que un par de puñetazos o el peor de los desprecios. Harto de ser un débil y faltarle el valor necesario para hacer prevalecer sus derechos en lugar de ir por la vida pidiendo perdón como si le debiera la existencia a todo el mundo. Desde su infancia no recuerda ni una sola vez en que saliera victorioso de alguna situación escabrosa, ya fuera discusión o enfrentamiento físico. Siempre le tocó a él salir mal parado, por eso mismo ha ido desarrollando en su interior , por acumulación , un fuerte rencor hacia las personas que van por la vida atropellando a los demás amparándose en la autosuficiencia que produce un cuerpo bien desarrollado y un carácter odiosamente agresivo. En ocasiones ese rencor alcanza límites homicidas y siente la necesidad de exteriorizarlo llevándolo a la práctica. Pero no pasa de ser eso; la necesidad o el deseo, ya que su propia cobardía reprime constantemente el instinto hasta convertirlo en un miserable corderito incapaz de enfrentarse a nada ni a nadie. Se odia a si mismo pero no puede hacer otra cosa que seguir siendo el que es.
En un bolsillo exterior de la americana lleva un trozo de papel donde está escrito el nombre del establecimiento y la dirección, lo saca y lee las señas: Tois-Shop, Calle del Horno nº 36.
De no ser porque le urge comprar el juguete se daría media vuelta desapareciendo de allí inmediatamente. El establecimiento no le merece ninguna confianza, tanto por la primera impresión que recibe desde la calle como por lo que se ve de su interior. Parece que jamás se haya restaurado su fachada; los desconchones en la pintura dejan al descubierto el revocado a lo largo de la pared dando la impresión de estar siendo derribado para comenzar su reforma. El rótulo, antiquísimo, no ha sido limpiado desde que fue puesto para la inauguración del local muchísimos años atrás. Una sola bombilla colgando del techo es la única iluminación con que cuenta la tienda.
Eusebio empuja la puerta con suavidad temiendo tirarla abajo y entra por fin.
El local está vacío, solo la presencia de un anciano detrás del mostrador le anima a seguir adelante.
—¿En qué ti puedo servir? — se anticipa el propietario.
—Buenas noches, me han dicho…
—Espiera, espiera, ¿Quién ti dice a ti? —interroga con urgencia su interlocutor con un marcado acento que hace suponer su procedencia pakistaní.
—Le decía que me han dicho que aquí encontraré un artículo que estoy buscando. ¡Qué más da quien me lo haya dicho!
—Quien ti dice, ti miente, aquí no hay cosa para tú.
—¿Cómo dice? ¿Qué es eso de que aquí no hay nada para mí? ¿Está bromeando o es que no le he entendido bien?
—Tú entendido perfiectamente, amigo. En iesta tienda no hay nada para gente extranjiera.
—¡Pero que está diciendo! El extranjero es usted, no yo.
—En mi bario, no. En ieste lugar, los extranjieros sois vosotros, los diel resto de vuestra rispetable siudad di mierda, los siniores encopietados de las sonas pudientes que no si asercan hasta aquí nada más qui cuando nesesidat algo que no encuentran en su mundo maravillioso de rasistas despreciables. Este es nuestro teritorio y aquí no sois nadie. ¿Lo entiendes tú, o yo ti digo mas claro?, ¡fuera casa mía!
Eusebio queda atónito por las palabras cargadas de rencor que el irreverente personaje le dirige. No comprende a qué viene tanta agresividad contra él ya que es la primera vez que ve a aquél hombre. Desconcertado por el recibimiento da media vuelta con intención de salir de allí a toda prisa, pero sabe que es la última oportunidad de hacerse con el dichoso juguete, por lo que decide intentarlo aunque sea a costa de tener que soportar la grosería del vendedor.
— Verá, yo solo quería comprarle ese juguete que hay ahí en esa estantería, no quiero ser desagradable en absoluto. Si es tan amable de atenderme no le molestaré más. Solo es eso, nada más. ¿Podría vendérmelo, por favor?
Al tiempo que dice estas palabras, su brazo derecho permanece formando un ángulo de 95 grados con su cuerpo, mientras el dedo índice de la mano señala autoritario la caja de la estantería.
—¿Es que tú no oyes mí, pedaso di cábron?, no ti llevas nara di mi tenda. ¡Fora yo dise! ¡Socoro, mi quiere robar!, ¡Socoro…!
El personaje comienza a vociferar mirando hacia la calle pretendiendo atraer la atención de alguien que acuda en su ayuda.
—¡Maldito viejo de mierda! —Colérico, Eusebio saca un billete de 50 y se lo arroja a la cara mientras se dispone a pasar detrás del mostrador para acceder a la estantería donde está lo que busca y servirse él mismo—, quédate la vuelta, ¡racista de los cojones!
Se hace con la caja que contiene el ansiado juguete y sale como una exhalación a la calle. El propietario le sigue sin conseguir darle alcance. Eusebio está ya en la acera opuesta y camina todo lo rápido que puede para alejarse de allí. Las voces del viejo le pisan los talones señalándolo ante los viandantes como una diana humana, lo denuncian como un intruso que se ha acercado al barrio para cometer una fechoría.
Dobla la esquina casi corriendo y su mala fortuna le hace chocar de frente con un joven de raza negra, golpeándolo con la cabeza. Este va acompañado del resto de su banda: un chino, dos marroquíes y otro joven también de raza negra. Todos ellos, por su aspecto, peligrosos para uno de su clase.
Eusebio, después del inesperado tropiezo, queda sentado en el suelo. Las rodillas del watusi- que es el mismo del autobús- están a la altura de su cara. Hace un ademán de levantarse pero una mano enorme que ocupa toda la superficie de su cráneo se lo impide, empujándolo hacia abajo.
—Asqueroso ladrón —dice el negro con gesto agrio en su boca. Luego recoge del suelo la nave espacial de juguete y se la acerca para observarla, estrellándola acto seguido contra la pared.
—¿Vienes a mi territorio para robarnos esta mierda?
—Yo no he robado nada, no soy un ladrón. Lo he pagado al dueño de la tienda, lo que…
—Cierra la boca — le ordena el líder del grupo—, este hombre ha dicho que le has robado y para mi es suficiente. Tú no tienes ninguna credibilidad aquí, ¿lo entiendes?
—¿Entender qué? Le digo que se lo he pagado, lo que ocurre es que no me lo quería vender y por eso le he dejado el dinero y he salido corriendo para evitar problemas.
—No te ha salido bien la jugada porque el problema lo has encontrado al girar la esquina.
—¿Qué quiere decir con eso? —Eusebio tiembla al hablar, intuye que está en un buen lío, pero no imagina hasta que extremo se complicará todo.
—Deja de hacer preguntas y levántate, para pincharte necesito que estés de pie.
—¿Pero qué dice? ¿Por qué? ¿Qué he hecho yo?
—¡Te he dicho que te calles, hijo puta!
El resto del grupo comienza a jalear a su portavoz animándolo a que acabe la situación como es costumbre en ellos:
—¡Eso, eso, pínchalo, que pague lo que ha hecho! ¡Dale su merecido a este cabrón!
Eusebio no puede dar crédito a lo que le está pasando, la cosa va en serio; el negro ha sacado una navaja de considerables dimensiones y adivina por la expresión de su cara que se dispone a clavarle la afilada hoja en medio del tórax.
Se queda paralizado, la rapidez con que se desarrollan los acontecimientos bloquean su mente; ve la imagen de su agresor como si estuviera fuera de su propio cuerpo, la distancia entre ambos parece haberse multiplicado. El tiempo se para, la escena se congela y los recuerdos de Eusebio acuden nítidos a su consciente:
Son las ocho de la tarde, un hormigueo comienza a recorrer los pies de Eusebio debido a la postura forzada en la que está. Tanto él como sus compañeros, permanecen arrodillados formando una fila frente al Maestro. El Sensei está en el centro del tatami dirigiéndose a sus alumnos: “…cuando efectuéis un ataque al compañero debéis ser honestos, id en su busca con sinceridad, es la única forma de que lo que os enseño sea efectivo a la hora de la verdad. ¿Acaso creéis que en la calle vuestro agresor os dará alguna oportunidad?, él no entiende de disciplina ni filosofía del arte marcial, irá a por su objetivo sin preocuparle lo más mínimo vuestra integridad física, si no todo lo contrario; procurará haceros el mayor daño posible. Cuando practicáis en el Dojo cualquier ataque o defensa, si lo hacéis de forma pasiva dejándoos llevar hasta el suelo por no dificultar la acción de vuestro compañero, os estáis engañando a vosotros mismos. De esta manera, el Aikido no funciona”.
El Sensei pide a uno de los practicantes que colabore con él en una demostración, éste se levanta, saluda con una leve inclinación de cabeza y se acerca. Después de unas simples indicaciones del ataque que debe efectuar arremete contra el maestro, cuchillo en mano, en dirección al estómago. En un escaso segundo el alumno está en el suelo, desarmado e inmovilizado, con una presa en el brazo que portaba el arma. El maestro está junto a él, arrodillado, presionando con los dos antebrazos para que el agresor no pueda moverse. En cada intento de escapar del cepo que lo tiene atrapado recibe una presión que le produce un dolor tan agudo en el hombro que hace que desista en su ansia de seguir la lucha.
  Eusebio visualiza todo esto desde su postura congelada en la calle mientras sigue viendo a su agresor ir hacia él. El tiempo no existe en ese momento. Ahora, vuelve otra vez a rememorar la escena del Dojo, pero en esta ocasión su memoria se recrea en los detalles de la acción: El alumno lleva en su mano derecha un puñal de madera de los que se usan habitualmente para entrenar, con el fin de que nadie se lesione. Avanza hacia el Sensei apuntando a su estomago con la punta del arma, él no se mueve, permanece impasible-en apariencia- esperando el momento óptimo en que el agresor esté más cerca y pueda actuar con precisión. Cuando la punta de madera parece rozarle el cinturón, éste inicia un movimiento de giro hacia su izquierda a la vez que avanza cargando el peso del cuerpo en el extremo del pie, usándolo como eje. En el momento en que gira apoyado por la fuerza que imprime a la cadera, la mano izquierda ha bajado en busca de la muñeca que porta el arma, para sujetarla con fuerza. Por una fracción de segundo los dos cuerpos están unidos por los hombros en perfecta simetría; atacante con el pie derecho avanzado, instructor pie izquierdo, los brazos de ambos proyectados al frente a la altura de la cadera y unidos por la presión de los dedos aferrándose a la muñeca que sostiene el cuchillo. En ese instante neutro entre el comienzo de la acción y el desenlace de la misma, las fuerzas parecen estar igualadas, pero la furia con que el atacante arremete va a ser su propia desventaja. El que se defiende deja que la misma inercia de su enemigo lo aparte de sí siguiendo su camino hacia delante, no le obstaculiza en absoluto el paso, pero lo que si hace es llevar su mano derecha con el puño cerrado hasta impactar en la cara del otro. El puño pasa resbalando por el pómulo y sigue su camino hacia la mano ya cautiva, se aferra también a la muñeca y a continuación el que defiende vuelve a girar hacia su izquierda llevando el pie izquierdo diagonalmente hacia atrás. Una vez ahí adelanta el pie derecho al tiempo que torsiona la mano aprisionada con un fuerte apretón, ante lo cual; lo forzado de la posición del atacante y el agudo dolor que va desde su mano al hombro, le obliga a dejarse llevar bruscamente de manera que gira sobre si mismo por el hombro derecho impactando con todo el peso de su cuerpo en el tatami. Cuando cae, el instructor mantiene con fuerza la presión de la mano del cuchillo, pero suelta la otra para arrebatar el arma, la expulsa lejos y luego se agacha hasta arrodillarse junto al caído para proceder a su inmovilización. La técnica ha concluido.

Todo ha sucedido como un flash, Eusebio se sorprende a si mismo junto al cuerpo del joven negro en plena calle, frente a unos atónitos espectadores que no pueden creer lo que acaban de presenciar; un intruso que no mide más de un metro sesenta, y al que cualquiera de ellos no hubiera dudado en derribar de un solo golpe, se ha cargado como si nada a su líder. Es demasiado para poder asumirlo, tiene que haber una explicación, pero la evidencia es lo suficiente clara; el gigante yace en el suelo con una enorme brecha en la cabeza por donde mana sangre en abundancia. Están todos ellos paralizados, se limitan a mirar la escena sin saber que hacer. No están acostumbrados a tomar decisiones por su cuenta, siempre se han limitado a hacer lo que su jefe les ordenaba ya que él era siempre el que pensaba por todos.
Eusebio corre y corre, sabe que no tendrá otra oportunidad si da tiempo suficiente para que los demás reaccionen. En el momento en que el chofer del autobús acciona el dispositivo de cierre de la puerta, se introduce de un salto.
Rebusca en los bolsillos del pantalón y por fin encuentra unas monedas con las que paga el billete. Luego se va a la parte de atrás y logra encontrar un asiento vacío, se sienta y reclina la cabeza apoyándola en el respaldo, cerrando los ojos a continuación. En ese momento se da cuenta que ha perdido lo que vino a buscar; el juguete para su hijo. Una sensación de vacío en el estómago hace que dé una arcada, que a punto está de provocarle un vómito. Decide no pensar en nada hasta que consiga alejarse de allí lo suficiente como para ver lo sucedido desde una perspectiva conocida. Ahora es incapaz de valorarlo, su cuerpo acusa todavía el estrés a que ha estado sometido en la preparación para entrar en combate en defensa de su propia vida. Toda la rabia acumulada durante años de sumisión se ha desatado de golpe y eso el cuerpo lo paga. El desgaste ha sido tan fuerte que se siente agotado y ello dificulta la capacidad de valorar los hechos. En realidad no es del todo consciente de que acaba de matar a un hombre.
Su mayor preocupación en ese momento es el hecho de volver de vacío. El objetivo no se ha podido cumplir y ahora tendrá serios problemas con su esposa y habrá de soportar los reproches de ella, eso unido al desencanto de su hijo cuando mañana sufra la decepción de no encontrar, junto a los otros juguetes, su preferido. Maldice una y otra vez a su mala suerte. ¿Cómo algo tan inocente como es la compra de un juguete para Reyes se ha convertido en una tragedia de tal calibre? Entró en el barrio como un corderito pidiendo las cosas por favor y ha salido de él siendo un asesino.
El autobús se detiene en una parada y Eusebio reconoce la calle en que vive, se apresura en bajar de él. Nota en el rostro la humedad de la noche y un estremecimiento le recorre la espina dorsal, tiene que ir a casa y tratar por todos los medios de aparentar normalidad. Hará todo lo posible por que su conducta no delate que le ha ocurrido algo extraordinario. De eso sabe bastante ya que su vida no es otra cosa que una lucha interior entre lo que hace y aparenta y lo que en realidad le gustaría hacer. Viene a su memoria la escena final del combate y ve a su agresor tirado en mitad de la acera escapándosele la vida por la brecha de la cabeza y el único sentimiento que le produce es de una confortable sensación de triunfo. Se siente reconciliado consigo mismo, fuerte, desahogado como nunca se sintió en toda su vida. El taconeo de sus pasos es de alguien que anda por la vida con firmeza y seguro de lo que hace. Se introduce en el edificio como un guerrero que vuelve victorioso del campo de batalla.
Cuando entra en el comedor de su casa, Isabel le recibe con una sonrisa de complicidad pero enseguida intuye que  no trae buenas noticias al observar el gesto  de su rostro. Luego le explica la mala fortuna que ha tenido al estar agotadas las existencias de lo que buscaba en la tienda a la que su compañero de trabajo le ha enviado. Miente lo mejor que puede por no delatar todo lo ocurrido. Juntos se lamentan de su falta de previsión, podían haber adquirido semanas atrás el regalo de Raúl, sin prisas, ahora no tendrían que estar lamentándolo, ahora ya no hay tiempo para buscar lo que su pequeño tanto desea. No habrá más remedio que conformarlo con alguna excusa increíble del tipo: “los Reyes no pueden traerlo todo porque hay muchos niños, ó “este año los Reyes Magos vienen pobres”, etc.
Eusebio va hasta el cuarto de su pequeño y lo encuentra apaciblemente dormido. Sobre la mesita de noche ve algo que llama su atención al principio y que le provoca un sobresalto después. Una fotografía está apoyada en posición vertical sobre la lamparita. Alarga la mano y la acerca para observarla con detalle. “¡No!, ¡No es posible!”, exclama en su interior. Su hijo está en las rodillas del Rey Baltasar en un centro comercial conocido y  éste no es otro que el mismo al que no hace ni media hora acaba de matar. Eso es la gota que colma el vaso, se derrumba literalmente cayendo al suelo sin sentido. Cuando su esposa- alertada por el choque del cuerpo contra el suelo- acude al dormitorio, lo encuentra junto a la cama de Raúl con la fotografía en su mano, completamente estrujada.
Cuando despierte deberá ser muy hábil para dar una explicación convincente a ambos, esposa e hijo. Ya es mala suerte, con la cantidad de inmigrantes de raza negra que hay en la ciudad… ¡y va a dar con el único que además de líder de una banda peligrosa, en sus ratos libres practica el pluriempleo como  Rey Baltasar!






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