miércoles, 16 de marzo de 2011

Trenes del horror




Los habían elegido por edades y en esa formación ninguno bajaba de los cincuenta. De pie en el andén, y a una temperatura insoportable para estar estáticos, los más de cien hombres tiritaban de frío y miedo produciendo una espantosa sinfonía de crujir de huesos y dientes.
Samuel, uno de tantos judíos de los que iba a ser conducido a la muerte, esperaba al siguiente tren sin esperanza alguna de volver nunca a su casa con los suyos.
Desde el tren, que a punto estaba de iniciar su marcha hacia uno de los campos de exterminio, escuchó la aguda voz de una niña que pronunciaba la palabra abuelito repetidamente. Vio también una frágil mano que asomaba entre las tablas del portón de uno de los vagones.
Su nieta, así lo creyó él, le llamaba con desesperación. Su pequeña Aina de seis años; su preciosa princesa, hija de su hijo Moisés. La niña estaba en aquel vagón que viajaba hacia la muerte. Su mano imploraba el contacto de su abuelo para tomar fuerzas y marchar hacia su destino.
Samuel abandonó la formación sin pensar más que en su pobre nieta que le llamaba. Recibió tres disparos en la espalda pero aún tuvo tiempo de llegar hasta ella y aferrarse con fuerza al tiempo que trataba de atisbar entre las rendijas por ver a su pequeña por última vez.
Fue golpeado brutalmente en la cabeza varias veces con la culata del fusil de un soldado que con celo desmesurado actuó sin orden de ningún oficial.
El tren comenzó a andar y la pequeña fue soltando la mano que se aferraba a ella con desespero.
Entre las tablas se veían dos ojos espantados.
En el andén moría un anciano sin saber porqué.

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