Hace un sol de justicia. Mejor dicho; ¿Es justo que haga tanto calor? Es un día de julio, de esos infernales días en los que da casi asco de respirar el aire caliente de la calle; una temperatura húmeda de esas que hace que el escroto te lo sientas pegajoso y no tienes más remedio que echarte mano de vez en cuando para separarte los testículos de los muslos y airearlos mínimamente. Salgo de mi establecimiento y me dirijo sin pausa hacia el bar de enfrente con la intención de refrescar mi gaznate reseco. Da la impresión de que las suelas de mis zapatos se vayan a quedar derretidas sobre el asfalto de la calzada cuando atravieso la calle. Ese pequeño recorrido de no más de veinticinco metros me resulta eterno. Noto el abrasador sol caer en vertical sin compasión sobre mis hombros, atravesar la fina tela de mi camisa hawaiana y la quemazón sobre mi piel, ya castigada por lo que llevamos de verano. Por fin llego al bar. Su nombre es Bar Jami. El lugar está fresquito, el aire acondicionado funciona perfectamente. Así da gusto. Cuando Juan, el propietario, me ve entrar, ya está colocando bajo el surtidor de la cerveza un vaso de tubo recién sacado del congelador. Me conoce, soy asiduo al local desde hace veintisiete años; tiempo que hace desde su inauguración. Y es que yo soy hombre de bar, de esos de a diario. Sobran las palabras, apenas ocupo el taburete, junto a la barra, ya tengo el ansiado elixir al alcance de mi boca. Tomo el vaso y siento, al contacto de mi mano, ese codiciado frescor que desprende el cristal por efecto de la sudoración que provoca su contenido helado en contraste con el medio ambiente. Maravilloso contenido; rubio, amargo y burbujeante. Doy un trago con avidez, con avaricia; “¡Mío, solo mío!”El recipiente queda a la mitad de su capacidad, el resto ha cumplido con su deber enfriando el camino del trasiego de los próximos tubos que vendrán luego. Respiro hondo, saco un cigarrillo, lo enciendo y doy una calada moderada para no castigar demasiado mis pulmones con tanto contraste. Juan, haciendo como que limpia un vaso con una servilleta de tela, me dice: —¿Qué, cómo va el calor?— más que nada por decir algo, pero sin ningún interés en mi conversación. —¡Esto es insoportable—respondo yo con la misma intención mientras que agarro el diario local para echar un vistazo a los “grandes” eventos y “extraordinarios” acontecimientos de mi ciudad: “Una anciana resbala en un paso de peatones de la calle de San Pablo y se fractura la cadera”, “el cuerpo de bomberos rescata, en el barrio de Torre Romeo, a un gato encaramado en un tejado”, “la Policía Municipal estrena una dotación de tres motocicletas destinadas a patrullar la ciudad”. ¡Un escándalo de noticias! —¿Otro?—me pregunta Juan apenas he terminado de consumir con un segundo trago el primer tubo. Le digo que sí con la cabeza mientras hago como que leo una noticia en la que se habla de la gripe A y lo que nos espera este otoño cuando llegue la época, como cada año, de la inevitable epidemia. —Yo no he visto nunca un verano como este—insiste Juan. —Ni yo, no recuerdo que haya hecho tanto calor en toda mi vida. Ayer estábamos, en el termómetro del Paseo Manresa del centro de Sabadell, a cuarenta grados a las cuatro de la tarde—respondo mecánicamente y por enésima vez en esa misma mañana ya que es, mayormente, lo que he hablado con todos y cada uno de los clientes que han entrado en mi peluquería. ¡Esa horrible rutina laboral! ¡Esas malditas frases hechas de las que tan a menudo echamos mano para salir del paso de situaciones comprometidas en las que estamos obligados a hablar por hablar! , y es que tratar a diario con todo el mundo que te vas encontrando en el camino es algo muy cansino. Estoy dando cuenta del segundo pelotazo cuando se abre inesperadamente la puerta y aparece una señora que acarrea una cesta de la compra. Reparo en su aspecto, por hacer algo distinto, observo su cara congestionada, con un rictus indefinible entre dolor y agotamiento. La señora viene empapada en sudor, lleva lentes empañados por el mismo fenómeno. Su fisonomía regordeta hace que la libido se frene como espoleada por una alarma. Es una mujer de esas que pasa desapercibida por donde vaya. Una vez dentro del local dirige su mirada hacia el propietario y dice:” ¡El servicio, por favor!” Juan, impasible ante su demanda, que parece urgente, y ahora descubro lo del rictus facial, le contesta: “Lo siento señora, está averiado y no se puede utilizar.” Ella sale a toda prisa sin decir nada, contrariada por el percance inesperado. Se ve claramente que le apremia una necesidad biológica de las que no esperan. —¿Se te ha roto el lavabo?—pregunto con el mismo tono de antes, por decir algo— Lo mismo no llega a tiempo a su casa. —¡Que se joda!, mi wáter es solo para clientes, que cague en su casa, ¡no te jode! ¡Estas tías no vienen nada más que a dejarte apestado el servicio y encima no consumen nunca nada!—responde con energía, casi colérico. Luego sigo haciendo como que leo el diario; ¡mentira!, únicamente miro las fotografías y repaso titulares. Pasados unos minutos, en los que Juan a dado brillo con la servilleta al mismo vaso sin ser consciente siquiera de lo que está haciendo. Le echo una ojeada rápida y me alarma la expresión de su cara con la mirada hacia el exterior, los ojos abiertos como platos y la boca con un gesto relajado; entreabierta y babeante. Me giro en redondo sobre el taburete en dirección a la plaza y descubro el motivo de su catatonia: una espectacular mulata, de unos veinte años, avanza decidida en dirección inequívoca al bar. Efectivamente, seis pasos después está dentro del local. Es preciosa: cabellera larga, enormes ojos de color almendrado, piernas interminables de redondeados muslos, cadera de vértigo que marca una cintura provocadora, culo respingón y bien proporcionado… ¡Una joya difícil de hallar por estos barrios y por lo tanto muy apreciada para la vista! ¡Y todo ese formidable contenido embutido en unos jeans ajustadísimos! —¡El servicio, por favor!—dice con una voz acorde a todo lo demás de su anatomía y pronunciado con unos labios carnosos y sugeridores, a nuestros enfermos ojos, de oscuras y muy malas intenciones. —S-sí, sí, al fondo a la izquierda, guapa—balbucea Juan sin poder controlar su dicción, aún impresionado por la bella aparición. Cuando la diosa avanza a lo largo del local, camino de lugar tan inapropiado para su hermosura, nuestros cuatro ojos le dan un repaso sin contemplaciones; desde los tobillos hasta la coronilla, parando un tiempo descaradamente insolente en su culo, de la coronilla hasta los tobillos, parando por segunda vez impúdicamente en su imperioso culo. Antes de que se pierda de nuestra vista aún nos da tiempo suficiente para recrearnos otra vez en su soberbio culo. Luego quedamos en silencio, como solemos hacer los machos en esas ocasiones. En momentos como ese a los hombres se nos despierta el instinto animal, ese que no atiende a razones ni a amistades, convirtiéndonos en enemigos preparados para la lucha, rivales feroces dispuestos a encarnizada lid cuerpo a cuerpo si es necesario por conseguir la presa. Hoy en día, como seres civilizados, no queremos caer en situaciones primarias de animal puro y duro, optamos por el silencio, un silencio suficientemente claro en su amenaza sin necesidad de palabras. Callamos y guardamos para nuestra intimidad los efectos causados por semejante visión, escondemos celosamente todas las reacciones químicas que desencadena en nuestro interior la visión de presa tan codiciada. Disimulamos manteniéndonos en silencio y mirando para otro lado. Es como si de esa manera no despertáramos sospechas de nuestro interés y así enfriásemos el instinto competitivo de nuestro enemigo y no se le ocurra adelantarse en el ataque. Juan ya ha gastado el vidrio que tiene entre las manos a base de frotar y frotar por lo que toma otro y comienza de nuevo el ritual, a pesar de que este otro reluce como el agua cristalina de un arrollo. Yo agacho la cabeza y me refugio en mi diario con la esperanza de que la mulata acabe cuanto antes y nos vuelva a premiar con su presencia. ¡Por fin!, ya se escucha el chasquido del cerrojo al abrirse. Ya avanza por el pasillo bamboleando los pechos al ritmo de sus caderas. ¡Ya está a escasos centímetros de mi pene! ¡Tan cerca y sin embargo tan lejos! ¡Si yo tuviera treinta años menos…! ─Muchas gracias señor ─dice a Juan con una sonrisa dulce que deja al descubierto el nácar de su boca. Yo ni siquiera existo para ella. —D-de nada, guapa—responde él torpemente mientras insiste persiguiendo con la mirada el cuerpo que se aleja, girando desbocado en cada una de las curvas en una carrera suicida que no le lleva más allá que a una triste frustración de saber que es inalcanzable, una quimera no apta para él. Sin darme cuenta he consumido mi segunda cerveza sin perder de vista los glúteos fantásticos de la deidad. “Ponme otro, Juan”… y van tres. Mientras él, aferrado al aparato expendedor, pasea la mirada con aires de nostalgia, jugueteando visualmente entre las grietas del techo, yo, por molestarlo y de paso desfogarme de alguna manera, le recrimino: —¿Esta no te deja apestado el servicio, no caga como la otra? ——¡A esta el culo le tiene que oler a flores! ¡Joder, no compares! Esta, si te lo pide eres capaz de ir y limpiarle el culo, ¿O no?—responde molesto por mi comentario hiriente. —La verdad es que sí, para que te voy a engañar—digo con gesto abatido, resignado ante una evidencia inapelable. Luego callamos. Silencio de nuevo pero esta vez por impotencia. —¿Qué edad tienes Juan?—pregunto inesperadamente y sin saber a ciencia cierta porqué. —Sesenta y seis, ¿y tú? —Yo cincuenta y ocho. Volvemos al silencio después de un suspiro de ambos al unísono. Juan toma la servilleta y le da forma de cucurucho para a continuación introducirla con dos dedos en el vaso al que saca brillo. Comienza parsimoniosamente a acariciar el interior con la mirada perdida en el vacío. Yo tomo el tubo por la base con mi mano cerrada en un puño y me quedo observando su extensión, ido, como en trance.
3 comentarios:
Nunca estamos conformes, acá en cambio, hace demasiado frío. Acontece un invierno muy crudo y estoy añorando el calor para quejarme luego por él. Muy bueno tu relato, escribes con maestría. Felicitaciones. Un abrazo.
Muy veraniego y con ese toque tan vuestro jeje. Menudo episodio. Muy bueno. Besotes
Carmen
Cuantas verdades por segundo en la descripción de una situación tan breve analizada al detalle, y qué aire final de novela negra ( no por la mulata ) habiendo comenzado con comedia.
Digo mal, rectifico: en todo momento la descripción es dramática, realista y existencialista, y con aire de novela negra mezclado ( falta el saxofon ) lo que parece cómica hasta que deja de parecerlo, sobretodo cuando el lector se identifica ya del todo con los dos personajes y se dá cuenta de que no es tan gracioso cuando se habla de uno mismo.
Muy divertido, con esa profundidad habitual que mis retinas siempre exigen a Mr. Conan.
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