Desde hace más de una hora, interminable tiempo de espera, Pedro percibe el monótono murmullo que sale de los labios de Ana, su esposa. En todo ese tiempo él la escucha asegurándose que está dormida. Es media noche pero el sueño no ha conseguido vencerlo.
Llegado el momento oportuno, como siempre, se desliza calladamente desde la cama hasta caer sobre sus zapatillas, se levanta despacio, coloca el cobertor en su lugar y sale a oscuras del dormitorio. No tropieza con el marco de la puerta ni hace el menor ruido. Ya tiene suficiente práctica. Son dos años de rutina que se ve incapaz de parar.
Accede al pasillo y sobrepasa el salón hasta llegar a la habitación más alejada de la suya.
Procura con sumo cuidado que al girar el pomo de la puerta no suene ningún muelle del mecanismo. Entra en el cuarto y cierra tras él. Luego se arrodilla sobre la pequeña alfombra que hay junto a la cama, extiende los brazos en cruz y doblándose por la cintura se deja caer hasta apoyar su cara y torso sobre la cama.
A pedro se le escapa un gemido ahogado. Solloza agriamente, apretando los ojos y entreabriendo la boca para expirar el aire que le ahoga. Reprime cuanto puede su llanto para no delatarse y siente un dolor profundo en el centro del pecho. Sus manos se aferran a la sábana. Su cara se roza en vaivén acariciando la tela mientras algunas lágrimas la humedecen.
Así, en esa actitud, pasa largos minutos, torturado por la pena y el sentimiento de culpa.
Más tarde, cuando consigue serenarse y calmar los golpes de su corazón y su respiración se ha moderado, hace el viaje a la inversa, con el mismo cuidado que antes, hasta quedar en la posición del principio; junto a su esposa, escuchando el respirar pausado del sueño de ella, a la espera de quedar dormido.
Pasado un tiempo prudencial, y asegurándose de que Pedro duerme, Ana descorre la sábana y con extraordinario sigilo se levanta de la cama y sale al pasillo para dirigirse hasta la misma habitación en la que estuvo él.
Una vez dentro, la mujer se acuesta sobre la cama colocándose en posición fetal, aprieta fuertemente con las manos sobre su vientre para amortiguar el lacerante dolor que le tortura por dentro. Es el dolor del vacío.
Conteniéndose, para no descubrirse, rompe a llorar en silencio.
Tiempo después, agotada y ya en su lecho, queda por fin dormida junto a Pedro, que ronca sin estridencias.
Antes de quedarse dormida, Ana trata de recordar cuantas noches como esa hacen el mismo ritual.
Pedro está pensando lo mismo.
El cuarto está vacío, sin vida. Sólo una cama, unas estanterías con libros, un escritorio y un gran póster en el que se ve a un muchacho en plena lozanía de su juventud sonriendo satisfecho y subido en una reluciente motocicleta. El regalo en su veinte cumpleaños.
Llegado el momento oportuno, como siempre, se desliza calladamente desde la cama hasta caer sobre sus zapatillas, se levanta despacio, coloca el cobertor en su lugar y sale a oscuras del dormitorio. No tropieza con el marco de la puerta ni hace el menor ruido. Ya tiene suficiente práctica. Son dos años de rutina que se ve incapaz de parar.
Accede al pasillo y sobrepasa el salón hasta llegar a la habitación más alejada de la suya.
Procura con sumo cuidado que al girar el pomo de la puerta no suene ningún muelle del mecanismo. Entra en el cuarto y cierra tras él. Luego se arrodilla sobre la pequeña alfombra que hay junto a la cama, extiende los brazos en cruz y doblándose por la cintura se deja caer hasta apoyar su cara y torso sobre la cama.
A pedro se le escapa un gemido ahogado. Solloza agriamente, apretando los ojos y entreabriendo la boca para expirar el aire que le ahoga. Reprime cuanto puede su llanto para no delatarse y siente un dolor profundo en el centro del pecho. Sus manos se aferran a la sábana. Su cara se roza en vaivén acariciando la tela mientras algunas lágrimas la humedecen.
Así, en esa actitud, pasa largos minutos, torturado por la pena y el sentimiento de culpa.
Más tarde, cuando consigue serenarse y calmar los golpes de su corazón y su respiración se ha moderado, hace el viaje a la inversa, con el mismo cuidado que antes, hasta quedar en la posición del principio; junto a su esposa, escuchando el respirar pausado del sueño de ella, a la espera de quedar dormido.
Pasado un tiempo prudencial, y asegurándose de que Pedro duerme, Ana descorre la sábana y con extraordinario sigilo se levanta de la cama y sale al pasillo para dirigirse hasta la misma habitación en la que estuvo él.
Una vez dentro, la mujer se acuesta sobre la cama colocándose en posición fetal, aprieta fuertemente con las manos sobre su vientre para amortiguar el lacerante dolor que le tortura por dentro. Es el dolor del vacío.
Conteniéndose, para no descubrirse, rompe a llorar en silencio.
Tiempo después, agotada y ya en su lecho, queda por fin dormida junto a Pedro, que ronca sin estridencias.
Antes de quedarse dormida, Ana trata de recordar cuantas noches como esa hacen el mismo ritual.
Pedro está pensando lo mismo.
El cuarto está vacío, sin vida. Sólo una cama, unas estanterías con libros, un escritorio y un gran póster en el que se ve a un muchacho en plena lozanía de su juventud sonriendo satisfecho y subido en una reluciente motocicleta. El regalo en su veinte cumpleaños.
14 comentarios:
Igualmente bueno, que doloroso. En estos casos, lo que valdría la pena es hablar, comentar lo que pasó, y recordar al que ya no está. Eso ayuda a resituar el dolor y a aprender a empezar de nuevo.
Saludos
Entrellat
A Entrellat:
Gracias por tu participación.
Saludos.
Es desgarrador y muy real, desgraciadamente esa es la parte más terrible de haber tenido una vida relacionada desde siempre a las motocicletas, he vivido, por suerte no en carne propia, esa misma situación en gente que conozco, y es tal que así. Yo misma tuve un accidente de moto que por suerte puedo contar. No obstante, y pese a todo, adoro esos animales de dos ruedas. Y lo triste de todo es que también puedo colocar esa misma historia pero relacionada con los coches. Me ha gustado, pues se siente muy vívido y desgarra el alma tu narración.
Besos.
Carmen
A Carmen:
Gracias por tus comentarios .
Besos
Si, estoy muy de acuerdo con Manel. Me ha gustado mucho. Cuenta la historia de dos personas o mejor dicho, lo que ha acabado con sus vidas y además en pocas líneas. Creo que también describe la rotura de una pareja. Es algo que le sucede a muchos "matrimonios", cuando pierden a algún hijo/a pierden el hilo que los mantenía juntos y que tarde o temprano tenía que desaparecer.
A elchicodelacabeza...
Me alegra mucho tu opinión sobre mis relatos y más cuando practicamos estílos tan distintos de narrar.
Un abrazo.
Un relato muy intenso y conmovedor. Me ha gustado mucho Andrés. Relata a la perfección el dolor y sufrimiento que supone la perdida de un ser querido.
Felicidades.
A ElChicoDelSemaforoAmarillo
Muchas gracias por participar en mi blog comentando.
Saludos
Hola Andrés, he venido a saludarte y he leído tu relato...
Magnífico.
Un abrazo.
Margot
Me paso desde la casa de M.Aljama.
Me ha gustado este relato tuyo que he leído con la vista suspensa entre el qué y el por qué.
He sentido al final, toda la pena del mundo por esa relación.
Bicos.
Con tu permiso, procuraré volver
Me he pasado desde la casa de M.Aljama y me alegro porque me ha gustado el relato.
Desde el principio mi mirada ha queddo enganchada entre un qué y un por qué. Finalmente, todo el dolor de esa relación me ha invadido.
Buen relato.
Procuraré regresar y leer más.
Veo una historia literariamente bien escrita.
Veo también dos relatos en uno, quizá más el de cuando los hijos ya no están y se dan cuenta de que son diferentes y no tienen nada que decirse o no se les ocurre nada.
Besos
A Fonsilleda
Me alegro de que "desde Maljama hayas llegado hasta aquí".
Permiso concedido para cuando gustes visitarme.
Gracias por comentar.
Un saludo
A Inés
Veo que lees con buen criterio, es cierto que son dos historias distintas con los mismos personajes.
Gracias por leerme.
Besos.
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