jueves, 26 de marzo de 2009

La enredadera (Galium Aparine)



Fotografía propia

“Ya que pasas cerca de donde vive mi hermana, llévate esta planta que le prometí”. Ha dicho Teresa hace unos minutos a Roberto cuando él se disponía a marchar hacia el trabajo.

Se trata de una enredadera colocada en una enorme maceta y que se sostiene vertical con el apoyo de una caña clavada en la tierra.


Teresa, gran aficionada y obsesivamente dedicada a cultivar todo tipo de vegetales en su balcón, escogió tiempo atrás el mejor esqueje de la enorme enredadera que cubre casi por completo la superficie de la fachada de su vivienda en un cuarto piso, lo transplantó a una maceta de dimensiones descomunales, la abonó convenientemente, la regó a conciencia y consiguió que adquiriera un tamaño óptimo para sorprender a su hermana cuando se la regalara.
Justificar a ambos ladosRoberto no tiene más remedio que transportar ese monstruo trepador ubicándolo en su automóvil “ya que pasa cerca” de del domicilio de su cuñada para llegar hasta su puesto de trabajo.
Una vez en el ascensor consigue soltar una mano y apoyando la base de la jardinera en una de sus rodillas, pulsa con el índice el botón de “Sótano”, donde está el parking.

Comienza a ladear la cabeza espasmódicamente para desengancharse de una de las ramas que se le enroscan en la oreja, mientras otra de ellas se le ha introducido entre los lentes y los ojos. No lo consigue fácilmente, da la impresión de que la enredadera, haciendo honor a su nombre popular, se aferra a lo que tiene más cercano para asegurar su estabilidad.


“¡Maldita planta de los cojones!, parece que tenga vida propia. Bueno, vida tiene, ¡claro!, pero es que da la impresión de que también se mueva a voluntad. ¡Puaj, qué asco!” En el balanceo por liberarse de las molestas ramas, y hojas, se le introduce un fino tallo en la boca provocándole arcadas que a punto están de hacer que suelte el artefacto de sus manos. De un tirón de cabeza hacia atrás consigue liberarse del cuerpo extraño que hurga por su paladar. Luego escupe con repulsión, sin importarle donde salpica, en el instante mismo en que el ascensor queda parado en el subsuelo.


Roberto abre la puerta ayudado con el pie y avanza hacia su auto deseando desembarazarse del molesto objeto que acarrea.


Coloca primero la maceta en los asientos traseros y a continuación introduce, de malos modos, la mitad de la planta que ha quedado fuera. Se da cuenta que no tiene más remedio que partir por la mitad la caña que hace de soporte porque el techo del vehículo no da la altura suficiente. “Que se joda mi cuñada, ya lo compondrá ella como le apetezca”. Mete el resto de la enredadera a trompicones y cierra la puerta de un golpetazo. Observa que una porción pequeña de ramaje ha quedado fuera y por lo tanto machacado por la puerta. No hace nada por remediarlo, sube al coche, lo pone en marcha y sale al exterior accediendo a la calzada.


El recorrido hasta su trabajo es de unos cuatro kilómetros aproximadamente, con la parada obligada, en esta ocasión, un kilómetro antes, para desembarazarse de la maldita trepadora.

Toma la ronda que circunda la ciudad y que le lleva al barrio extremo en la zona sur. La circulación no es tan densa como de costumbre y eso le permite acelerar algo más de lo que habitualmente lo hace en sus recorridos diarios.

Le va bien la circunstancia ya que es inevitable parar unos minutos en casa de su hermana política para llevar el porte hasta su mismísimo balcón y eso le entretendrá lo suficiente para que llegue al trabajo con el tiempo justo.


Está cambiando la emisora en el dial de la radio, en busca de alguna que no tenga interferencias, cuando nota un cosquilleo en la nuca que hace que instintivamente dirija su mano hacia esa zona, como cuando sentimos las patitas de un insecto corretear por nuestra piel, y se le enreda en un intrincado manojo arbóreo del cual le cuesta un gran esfuerzo desprenderse.

Necesita dar un enérgico tirón para conseguirlo. Luego se mira la mano, cuando la ha depositado en el volante, y comprueba como los restos vegetales se le han adherido a los dedos como papel engomado. Con varios restregones en el tapizado del asiento de al lado se libera de ellos y maldice otra vez sin dejar de mirar con desconfianza, por el retrovisor interior, al “pasajero” de la parte de atrás. Le parece ver una especie de balanceo extraño del ramaje hacia delante; como si se tratara de un movimiento amenazador, como un intento de saltar hacia él.


Roberto aprieta el acelerador deseoso de llegar cuanto antes al destino y despachar al “bicho” lo antes posible. Siente como una energía negativa a su alrededor y que un fuerte escalofrío baja por su columna vertebral hasta llegar al mismísimo hueso sacro.

Ahora recuerda los inconvenientes que la madre de la enredadera que transporta, la gigantesca masa vegetal que hay en el balcón de su casa, le provoca cuando sale al exterior a fumar un cigarrillo, a tomar el fresco de la noche o simplemente cuando está asomado a la baranda observando la calle. Siempre ha de ir apartando maleza como si se abriera paso por la selva.

Suele decirle a Teresa que habría que podarla para ganar espacio, pero cuando ella escucha sus quejas solo consigue que monte en cólera. Da la sensación, a veces, de que ella estuviera poseída por la voluntad de ese ser extraño e invasor que crece y crece sin control.


En alguna ocasión Roberto ha comentado, medio en serio medio en broma, la posibilidad de comprarse un machete y hacer uso de él cuando tenga la necesidad o el capricho de salir al balcón. El caso es que alguna vez, en un arranque de antipatía, ha llegado a cometer una maldad inconfesable amparado en la oscuridad de la noche y la ausencia de su mujer como testigo: ha orinado abundantemente en la maceta con el oculto deseo de que la planta se secara. Pero, bien al contrario de sus aspiraciones, parece ser que el efecto ha sido darle más vigor y no tardar muchos días en notarse los frutos del riego, aumentando espectacularmente su frondosidad.

En un vaivén del vehículo, provocado por un cambio de aceleración , Roberto nota de nuevo el espeso contacto del ramaje en su nuca. Molesto, desplaza la mano, como antes, para retirar lo que le estorba pero en esta ocasión la espesa red de tallos y hojas envuelve por completo su cabeza, le rodea el cuello con fuerza. Suelta las dos manos del volante para aferrarse desesperado al collar que casi le asfixia y mientras forcejea con ímpetu el vehículo viaja sin rumbo hasta rozar con el pequeño muro que sirve de mediana con los carriles de sentido contrario.

El automóvil vuelca estrepitosamente y sigue desplazándose por el asfalto a peligrosa velocidad, apoyado en su techo y envuelto en un relámpago de chisporroteos que surgen de la plancha al roce con el suelo, hasta colisionar de costado con una de las múltiples farolas diseminadas por el recorrido.


No está consciente cuando se forma el caos habitual en estos casos: interrupción del tráfico, policías que intentan reorganizarlo y una dotación de bomberos que se emplean a fondo en rescatarlo del amasijo de hierro en el que ha quedado atrapado y malparado debido a diversas fracturas, contusiones y conmoción cerebral.


Es llevado urgentemente al hospital más próximo donde ingresa y permanece durante varios días en estado de coma.


De todas formas ninguna lesión es de gravedad extrema por lo que se decide, después de ser observado detalladamente, trasladarlo a su domicilio para que sea allí donde recupere, en las siguientes semanas, su estado normal.


Roberto está postrado en su cama repasando los acontecimientos vividos días atrás y considera que fue un error por su parte dar la versión real de los hechos cuando despertó del coma. Todos interpretaron que su explicación sobre el ataque de la enredadera era producto de alguna secuela mental provocada por el golpe en la cabeza, por lo que ahora se siente vigilado estrechamente por su esposa y resto de familiares que le visitan desde entonces.

Teresa ha salido a comprar algo a no se sabe que establecimiento del barrio. Roberto no la ha escuchado con atención cuando ella le habló antes de salir. Ahora está solo en casa, dolorido e inmovilizado por el yeso de una pierna y el de un brazo. Su cuerpo se queja por todas partes. Trata de resignarse, de relajarse con lo poco que tiene a la vista.

Mira a través de la ventana de su dormitorio y en ese momento ve como la salvaje enredadera golpea impetuosamente los cristales a un ritmo que parece ser provocado por oleadas de un viento repentino e incesante.


En el quicio de la ventana hay una pequeña maceta con flores y de su centro sobresale, por encima de ellas, un molinillo de aspas de diversos colores clavado a la tierra.
Las aspas están inmóviles.

1 comentario:

Monelle/Carmen Rosa Signes dijo...

¿Cómo para salir al jardín luego de haberlo leído? Muy bien llevado, poco a poco va creciendo el misterio como la planta, y cuál enredadera te va atrapando. Muy bueno, escalofriante. No me gustaría estar en el lugar del protagonista, por suerte al menos mis plantas, aún no me han tomado tanta manía como para amenazarme así jeje
Besos.
Carmen