lunes, 21 de julio de 2008

Una fiesta en alta mar





Javián fue aquel verano a pasar dos semanas de vacaciones a Mallorca. Él y su chica estaban atravesando unos momentos de desamor. Después de un noviazgo de más de dos años la duda comenzó a hacer mella en su relación. Ambos de acuerdo, decidieron alejarse durante un tiempo y comprobar hasta qué punto sentía uno por el otro desde la distancia.
Ella marchó con sus amigas a un país europeo, él decidió hacerlo a Mallorca, sin ningún motivo en especial. Tal vez por tratarse de una isla creyó que era lo más idóneo para salir de su entorno habitual, estar despegado de todo lo que le unía a ella y así poder valorar mejor sus sentimientos.
Javián tenía veintiséis años, era un joven de tipo medio; ni alto ni bajo, ni guapo ni feo; normal, sencillo, pero joven y sano.
Una vez en la isla se instaló en Palmanova, una de tantas zonas turísticas de Mallorca a pocos kilómetros de Palma, la capital. Se alojó en el hotel Piscis, situado al borde de un pequeño acantilado donde al fondo había una preciosa cala de aguas azules y transparentes. Desde su habitación divisaba todo el contorno de la costa hasta la playa de El Arenal, al otro lado opuesto de la capital. Javián se entregó con ganas a la rutina diaria del complejo turístico; por la mañana desayuno tardísimo, casi cercano a la hora de la comida, más tarde aperitivo en la piscina cómodamente arrellanado en una butaca de las que se usan para broncearse al sol, alterne por la tarde en el hall tomando alguna copa y confraternizando con las huéspedes nórdicas, que abundaban en mayoría… y discoteca; por las noches discoteca hasta el amanecer. Fue allí donde conoció aquella preciosa joven de ojos azules y cabello de oro. La chica, una inglesa de veinte años, simpática , de porte elegantísimo y belleza fresca; femenina por los cuatro costados, hizo muy buenas migas con Javián desde que una noche él se acercó hasta donde ella hacía más de una hora que no podía quitarse de encima a innumerables buscones que se acercaban atraídos como las moscas a la miel. Él fue el afortunado, ella le correspondió desde el primer momento en que se acercó y una corriente de simpatía pareció unirles en los días que siguieron. Ella estaba hospedada en un hotel cercano a Javián, lo que facilitó que no estuvieran, ya, ni un momento separados en todo el día.
Javián parecía fascinado con la personalidad y belleza de Pauline, que era su nombre. Pasaron unos días inolvidables recorriendo todas las calas de los alrededores, practicando deportes acuáticos y acudiendo cada noche a la magia del mar bajo el cielo estrellado al salir de bailar. Sus relaciones íntimas, desde la segunda noche de conocerse, eran de tal intensidad que Javián parecía no haber conocido nunca a su novia, no la recordaba un solo momento en todo el día. La terapia estaba dando un resultado demoledor; Javián podía pasar olímpicamente de su anterior relación, esta otra compensaba con creces todas las dudas, todas sus aspiraciones se colmaban.
Uno de aquellos días fueron a pasear por Palma. Iban abrazados por la cintura caminando por el Paseo Marítimo cerca del Orfeón que hay junto al puerto, cuando ella se detuvo al reconocer a un hombre de edad madura que se acercaba caminando hacia ellos. Se saludaron en su idioma, Javián se hacía entender en inglés con ella, pero su nivel no era muy alto, por lo que no entendió gran cosa de lo que hablaban. Ella lo presentó a su conocido y el hombre, con gran simpatía, dio un apretón con ambas manos a la que le ofreció Javián. Pauline asintió varias veces cuando el hombre se marchaba hacia las escalinatas que daban al agua del puerto.
—¿Qué te ha dicho?— preguntó él curioso.
— Nos ha invitado a una fiesta privada en su yate esta noche, es un buen amigo de mis padres que está por aquí pasando unos días de vacaciones con su familia.
—¿En su yate? —preguntó sorprendido.
—Si, son gente de mucho nivel, tienen un yate precioso anclado lejos del puerto, mar adentro.
—¿Y nos ha invitado a una fiesta?, ¿a mí también?
—¡Sí, sí!, me ha insistido que vengas tú también, ya te digo que son muy amables.
—Pero yo no sé si… —Javián dudaba, eso de una fiesta con gente tan ricachona le sobrepasaba.
—Si cariño, lo pasaremos muy bien, ya lo verás. Puede ser muy romántico ¿sí?, dime que sí.
—Bueno, si lo ha dicho sinceramente y quiere que vaya… ¿porqué no? —Javián estaba deseando ir y no podía disimularlo; iría con ella al mismo infierno.
—¡OK! —Dijo Pauline con el rostro iluminado—, ¡vamos!
—¿Ahora? ¡Pero si son las ocho de la tarde! —él no se esperaba que todo fuera tan rápido.
—¡Sí, él nos espera en su lancha, ahí! —aclaró ella señalando al hombre, que permanecía de pie en el interior de una pequeña embarcación a motor y sonriéndoles.
—¿Porqué no?, ¡vamos! —se animó Javián.
Subieron a bordo y acto seguido el hombre puso en marcha el motor, maniobró con pericia entre otras embarcaciones para desatracar y salió del puerto lentamente hasta mar abierto, donde aceleró a fondo en dirección al yate.
La embarcación de destino estaba anclada a varias millas del puerto, lo que supuso un extraño escalofrío en Javián ya que perdió de vista el paisaje terrestre para encontrarse en la soledad del mar y guiado por un perfecto desconocido. Fue un momento, pero se sintió intranquilo. La mirada ilusionada de ella le devolvió la confianza y desechó malos pensamientos al instante. ¿Qué le podía pasar?, lo único que se le ocurría era pensar en la gran suerte de haber conocido a una mujer como aquella y en todo lo que tenía que contar a sus amigos a la vuelta; “¡hasta una fiesta privada en un yate en alta mar; fantástico!”, no podía esperar más de sus vacaciones.
Por fin llegaron y subieron a bordo del enorme yate por una escalera que les acercaron hasta la lancha.
En la embarcación había ambiente festivo: música a través de megafonía, adornos de verbena y gente animada y sonriente con copas en sus manos que les daban la bienvenida. Todos eran muy amables, todos y cada uno de los que había a bordo se acercaron al recién llegado a darle un apretón de manos cordialmente cuando Pauline iba presentándolo.
Solo un detalle revoloteaba sin encajar en la cabeza del invitado; no había nadie joven a excepción de Pauline, todos los participantes de la fiesta pasaban de los cincuenta años, tanto hombres como mujeres. Javián dudó de si la decisión de aceptar ir fue lo más conveniente. Luego se dio cuenta que la música, que al llegar le pareció con ritmo alegre, después era más lánguida, como inquietante.
Parecía que todos hacían lo posible por que no tuviera opción a pensar, le obsequiaban con sonrisas, estaban todos pendientes de sus movimientos, le ofrecían copas…empezó a sentirse agobiado por el exceso de mimo.
De pronto cayó en la cuenta que hacía varios minutos que no veía a Pauline y preguntó por ella. El hombre que los llevó hasta allí, procurando ser lo más amable posible, le explicó que ella había ido a cambiarse de ropa, a ponerse algo más en consonancia con la fiesta.
—¿Pauline tiene ropa para cambiarse aquí? —preguntó alarmado.
—¡Claro!, ¿dónde si no?, está en su “casa” —aclaró burlón su interlocutor.
—¿Su casa?, ¿entonces usted es…? —Javián estaba confuso en extremo.
—Su padre, ¿Pauline no te lo había dicho antes?
—No —Javián intuyó algo extraño que no le hacía mucha gracia. ¿Por qué Pauline le ocultó el detalle de que aquel hombre era su padre?
No tuvo más tiempo para pensar en el asunto, los invitados de la fiesta lo arrastraron alegremente hasta cubierta, donde había una espléndida mesa preparada para la cena en la que se ponía de manifiesto la abundancia en la que se movían aquellas personas; manjares de aspecto exquisito, vinos, licores, fuentes de frutas exóticas y todo ello adornado por candelabros ornamentados primorosamente. Él volvió a preguntar por Pauline, se estaba demorando excesivamente y su inquietud iba en aumento. Como respuesta, le pusieron literalmente una copa en los labios que no pudo rechazar y dio un trago largo a su contenido. Todos los presentes vitorearon ese detalle intranscendente con desmesurado énfasis, lo que hizo que Javián les devolviera el gesto con una tímida y desconfiada sonrisa.
El trago hizo que su cuerpo se relajara y su voluntad quedara diluida en un ambiente brumoso, le costaba pensar con claridad y la visión le jugaba malas pasadas. Le pareció ver, al fondo de la cubierta, un macho cabrío que le miraba con ojos humanos. Trató de incorporarse de la silla que le ofrecieron sus anfitriones pero le fallaron las fuerzas en las rodillas para mantener el equilibrio.
—Te está observando y parece complacido con tu presencia — era la voz sensual de Pauline que por fin aparecía. Los presentes hicieron un pasillo humano para que Javián y Pauline estuvieran frente a frente.
Ella estaba soberbia; su atuendo, una túnica negra, dejaba ver a través de un corte lateral uno de sus muslos hasta donde comienza la ingle, otro corte triangular de hombro a hombro y cuyo vértice mayor acababa en el ombligo, hacía asomar sus pechos justo al nivel de los pezones. Adornaba su cabeza una cinta negra con extrañas inscripciones que le daban un aspecto oriental a sus ojos por la presión que ejercía sobre las sienes.
Javián, aunque debilitado por el brebaje, sintió un lujurioso impulso de saltar sobre ella y poseerla allí mismo, delante de todos. Volvió a intentar incorporarse. Entonces se dio cuenta de que todos reían, pero la risa era de mofa; maligna, se reían de él, no había duda de que estaba en un juego, en una trampa.
A una orden de ella, los presentes despejaron la mesa donde momentos antes estuvieran picoteando y bebiendo. Lo tiraron todo al suelo sin contemplaciones y dejaron tan solo los candelabros; uno en cada extremo.
Una docena de manos se aferraron al cuerpo del muchacho con extraordinaria fuerza, inmovilizándolo, para luego izarlo en el aire hasta ser depositado en la especie de altar improvisado. Javián se sentía impotente, nada podía hacer para liberarse de las garras que lo sujetaban como tenazas. Solo tuvo ocasión para gritar aterrorizado cuando vio a su costado izquierdo como Pauline alzaba el brazo sujetando un machete afilado de grandes dimensiones, para acto seguido y con mirada diabólica, bajar la mano con furia para clavarlo en su corazón.

—Todos estamos orgullosos de nuestra sacerdotisa, ella nos provee de la sangre que necesitamos. —Los presentes, como uno solo, corearon la frase después de pronunciarla el padre de Pauline.


Cuarenta y ocho horas más tarde, bajo el acantilado donde se haya la prisión militar de Illetas, en un recodo de la cala, flotaba al capricho de las olas el cuerpo de Javián sin vida. Se apreciaban varios cortes en el pecho, brazos y piernas y un detalle hacía más siniestro el hallazgo; le faltaban los ojos.
Mientras los servicios de socorro retiraban el cadáver en una zodiac, el comisario de policía comentaba a su ayudante:
— Ya lo tenemos aquí, como cada año sin falta, un inocente ha sido sacrificado en uno de esos malditos rituales satánicos de ricos viciosos, ¿cuándo conseguiremos desenmascararlos?





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