jueves, 24 de julio de 2008

HUMILLACIONES A DOMICILIO



En un diario local de una ciudad cualquiera aparece un curioso anuncio que dice así: “Humillador profesional se ofrece a horas convenidas para tratamiento terapéutico a soberbios con ánimo de mejorar su conducta”. Le acompaña un número de teléfono.
Una mujer marca ese número a las pocas horas.
—Dígame.
—¿Es usted el del anuncio?
—Sí.
—¿En qué consiste su tratamiento?
—En convivir unas horas con el cliente y humillarlo, ya lo dice bien claro mi anuncio en el diario. Yo le…
—¿Pero cómo lo lleva a cabo, usa métodos…?
—No me gusta que me corten cuando estoy hablando, cuando yo hable usted se calla, ¿de acuerdo?
—A mí no se dirija con esa insolencia, usted no sabe con quien está hablando…
—Como si se trata de la primera ministra. Al fin y al cabo no es más que una mujer, y una mujer, cuando un hombre habla, se calla la boca, ¿lo ha entendido?
—¡Machista de mierda!
—¡Pedazo de puta insolente!, si estuviera ahora frente a mí le pegaba dos hostias, Se iba a enterar de lo que es un hombre, ¡mal follada!
—Grosero, es usted un asqueroso grosero.
—Déme su dirección, que la voy a poner fina. Le voy a dejar unos morros que va a parecer una muñeca hinchable.
—A ver si tiene cojones, calle de la Estación, 52 1ª. A ver si me dice eso en la cara.
—Se lo digo en la cara y se lo digo en la cama; donde haga falta. Conmigo no se juega, golfa. En quince minutos estoy ahí.
Le bastan diez al humillador para encontrarse en el portal de la dirección indicada. Observa una placa que avisa de la profesión de su clienta: “Abogada”. Presiona la tecla del primer piso en el portero electrónico y la puerta se abre automáticamente sin que nadie pregunte por la identidad del visitante. Al llegar arriba una señorita de buen ver le espera con la puerta abierta.
—Pase, la abogada le espera en su despacho —le dice como recibimiento.
El humillador entra en el despacho señalado por la secretaria y sin más dice:
—Una abogada, creo que tendré que emplearme a fondo en esta ocasión.
—Siéntese y vaya al grano —dice ella queriendo tomar las riendas de la situación.
—Me sentaré cuando me dé la gana, aquí el que dirige la terapia soy yo.
—¿Terapia?, enséñeme su título de psicoanalista o de psicólogo, ¡ja, terapia! —responde la paciente con aire de burla y suficiencia.
—El sarcasmo no es otra cosa que el refugio de los mediocres, no vaya por ese camino que lo tiene mal conmigo. Se lo advierto —avisa el humillador autoritario y mirándola con firmeza.
—¿Qué ha dicho? —pregunta mosqueada la abogada.
—Yo no repito, “señora”. O lo pilla a la primera o se jode. Así son las cosas.
—No sé si lo voy a aguantar, a mí no me ha hablado así nunca ni mi padre —responde ella colérica.
—Exacto; usted está acostumbrada desde pequeña a que le rían la gracia. Me imagino a su padre: “Ven aquí mi princesita”, ¡qué niña más guapa tengo!, ¡qué inteligente es mi preciosa! ¿Me equivoco? No, no diga nada. Yo sé que no me equivoco. A usted le han mimado siempre, todo lo que hacía era celebrado por sus padres como algo extraordinario. Déjeme que adivine; sí, estoy seguro que estudiaba música cuando era “pequeñita” —el humillador recalca algunas palabras con especial inquina—. Tocaba el piano, ¡no, la flauta! Seguro que era ese el instrumento que tocaba. Y digo tocaba porque estoy convencido de que no ha vuelto usted a tocar nunca más nada tan largo y duro el resto de su patética vida. ¿Estoy en lo cierto?
—¡Usted qué sabe de mi vida sexual! ¿Cómo se atreve a…?—responde la paciente roja de ira.
—¿Vida sexual usted? No me haga reír. Usted es una reprimida amargada que no ha visto un buen mango en su vida. Es más, le diré una cosa; es una solterona, no tiene marido y por lo tanto también una madre frustrada. ¿Cómo lo sé? No hay más que echar un vistazo a su despacho, ¿dónde están las fotos de sus hijos y esposo? Nada. Es usted una solitaria que no tiene otro refugio que su trabajo. Pero es normal, es evidente.
—¿Qué es evidente, mal nacido? —escupe ella con odio incontrolado.
—Que no tiene usted ningún atractivo como mujer; culo plano, pocas tetas, piernas regordetas y de escasa talla… le voy a dar un consejo gratis; no malgaste su dinero en peluquerías de diseño. Lleva el cabello excesivamente bien cuidado para un rostro que carece de interés alguno. En lugar de compensar sus formas lo que hace es destacar aún más su poca gracia. Las mujeres como usted tienen un tratamiento que suele resultar eficaz pero a su vez bastante caro.
—¿A qué se refiere, algún fármaco o elixir maravilloso? —pregunta la abogada con una medio sonrisa histérica.
—No, nada de eso. Se trata de un buen rabo, pero eso solo puede conseguirlo un cuerpo como el suyo previo pago. No está usted en condiciones de obtenerlo por su cara bonita, lo tiene mal; tendrá que pagar religiosamente si quiere darse una alegría de vez en cuando. Pero ya le digo; su única esperanza está en pegarse un revolcón aunque sea de tarde en tarde.
—Es lo más asqueroso, repugnante y vomitivo que me haya dicho alguien en mi vida. Es usted odioso, aborrecible… —la paciente no soporta tanta descalificación pero empieza a sentir el efecto positivo de la terapia, por lo que está dispuesta a seguir adelante. “Esto debe ser lo que llaman bajar los humos” —piensa.
—Bien, eso quiere decir que voy por buen camino —comenta ufano por su éxito el humillador—. Como le decía, al carecer de atractivos personales se avoca exclusivamente en su oficio y ahí es donde canaliza toda su furia comportándose como una déspota, una soberbia. Es fácil deducirlo con solo ver a su secretaria, está buenísima y la obliga usted a llevar una indumentaria que avergonzaría a una monja de clausura. Tiene miedo a que su atractivo la eclipse, ¿verdad? También se adivina con total facilidad el hecho de que la maltrata psicológicamente porque no habla con naturalidad; susurra y mueve los ojos a los lados con desconfianza, como esperando su grito de un momento a otro.
Es usted una repulsiva y petulante mujer que sólo tiene éxito en su mundo laboral. Estoy seguro de que no tiene amigos porque nadie la soporta. Con la única que se comunica es con su madre y el secreto de esa buena relación no puede ser otro que ella y usted son iguales.
La abogada, ante el torrente de descréditos que recibe termina por derrumbarse. Se sienta en su sillón de escritorio, baja la cabeza hasta sus rodillas y rompe en un llanto entrecortado, casi infantil, que no puede reprimir.
—¡En pié, vamos! —le ordena sin contemplaciones su verdugo.
Ella obedece y queda frente a él, con los brazos colgados a sus costados; lánguida y sumisa —Quítese la falda y no diga una palabra —sigue ordenándole.
Derrotada, deja caer la prenda hasta el suelo dispuesta a soportar lo que le venga a partir de ese momento. —Fuera también las bragas ¡Vaya, lleva tanga! Lo usa para engañarse a sí misma, ¿no es cierto?, porque de sobras sabe que ningún macho que se precie lo va a contemplar. ¡Es patético, lo que hay que ver…! —Ella se quita el tanga y lo deja en el suelo—. Póngase aquí y arrodíllese. La quiero a cuatro patas —le indica el centro del despacho y ella obedece en silencio tan solo interrumpido por algún, casi imperceptible, sollozo. Luego la observa con detenimiento dando círculos a su alrededor hasta que por fin se posiciona delante de su cara para decirle de forma burlesca—: Si fuera una puta no daría más de diez dólares por echarle un polvo. He hecho bien en no ordenarle que se quite el sujetador, me he ahorrado la mitad del espectáculo. ¡Quítese de mi vista, hemos terminado! —dice el Humillador dando por finalizada la sesión.
La abogada se arrastra literalmente hasta el cuarto de aseo, al cual se accede desde el mismo despacho, y se encierra sollozando durante largos minutos. Cuando sale, ya vestida de nuevo y secadas sus lágrimas procurando aparentar dignidad, el Humillador se encuentra en una nube de humo fumando parsimoniosamente un puro habano de enormes dimensiones haciendo alegoría inequívoca a un enorme falo.
—¿Porqué me ha llamado? —pregunta él mirándola inquisidoramente al tiempo que hace pasar la punta de su lengua por el centro de la voluta de humo en forma de aro que acaba de soltar de su boca colocando los labios en forma de O.
—El mes pasado fui nombrada presidenta del colegio de abogados de la ciudad y si tenía algún amigo lo he acabado perdiendo. Estoy sola. —responde ella seria y cabizbaja sin atreverse a mirar a su interlocutor a la cara.
—Exceso de autoestima; soberbia. Me da usted lástima y por eso le voy a cobrar solo doscientos dólares. —al decir esto le da la espalda con indiferencia y sale del despacho en dirección a la mesa de la señorita que le recibió a su llegada.
El intercomunicador de su mesa se activa y se escucha la voz de la abogada: Clara, páguele al señor. Déle trescientos dólares y pídale hora para la próxima semana.




© Andrés Hernández (anhermart)

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