viernes, 18 de julio de 2008

¿CRIMEN PERFECTO?



Cuando el inspector de policía hace acto de presencia, Toribio no tiene el menor gesto de cortesía; sigue sentado donde está, digno y seguro de sí mismo. No tiene nada que temer, es evidente que nadie dudaría un instante de su inocencia. Cuatro pisos más abajo, en la acera, yace el cuerpo desmadejado de Josefa, su esposa. La ventana de la salita donde veían televisión permanece abierta de par en par como prueba esclarecedora de lo sucedido.
—¡De manera que su esposa se ha arrojado por la ventana, sin más! —comienza el inspector sin saludo previo, nada más llegar.
Toribio levanta la cabeza levemente para encontrarse con la mirada del que pregunta.
Así es, ya se lo he explicado a los agentes, estábamos viendo un programa de televisión, se ha enfadado conmigo a raíz de un comentario que he hecho en referencia a la tele basura que me obliga a ver…se ha dirigido a la ventana, de momento creí que era con la intención de ventilar un poco la salita por el humo de mis cigarros, pero no ha sido por eso, no, la muy estúpida se ha encaramado en el alfeizar…
—¿Y qué?— urge el inspector.
—Se queda sentada de espalda al vacío, me mira con una expresión extraña, como diciendo: “tú mismo, o te retractas de lo que me has llamado o me tiro”…
—¿Qué ha hecho usted en ese momento? —interroga el inspector.
—Saco un “Ducados”, acerco el mechero para encenderlo…y cuando el chispazo de la llama me hace parpadear, aprovecha para dejarse caer hacia atrás. Cuando vuelvo a mirar a la ventana, ya no está. No me lo puedo creer, ¡no era teatro como otras veces, esta vez lo ha hecho de verdad! ¿Cómo iba yo a imaginar que tuviera el valor necesario para hacer esa barbaridad?
—Dice usted que la ha llamado… ¿qué?
—Simplemente me he limitado a seguirle el juego.
—Vamos a ver si nos aclaramos —dice el inspector con impaciencia—, procure ser menos esquivo y vaya al grano, ¿a que juego se refiere?
—Seguir literalmente lo que ella me ha indicado: ser sincero. Eso ha sido lo que ha ocurrido aquí; que alguien no ha aceptado una verdad y ha preferido perder la vida antes que afrontar una critica sincera sobre su forma de ser.
—Ya, han estado discutiendo y después de un forcejeo ella se cae “accidentalmente” por la ventana, ¿no es así? —el inspector trata de adelantar faena a destajo y se decide por la acusación directa y llana.
—No, inspector, ha sucedido como le he dicho. Josefa tenía una capacidad de autocrítica nula, y ante la imposibilidad de asumir algo negativo de su forma de ser, ha preferido suicidarse. No hay más, no le de vueltas al asunto, porque es la pura realidad de los hechos.
—Eso ya se decidirá más tarde, de momento haga el favor de empezar por el principio y cuénteme como se desarrolló esa discusión. Con todo lujo de detalles, sin omitir nada. Haga un esfuerzo y dígame todo lo que recuerde, hasta la última palabra —ordena el inspector.
—Esta mañana me he levantado a las ocho. Como cada día, después de desayunar, he venido hasta este cuarto para ver si Josefa se encontraba en casa y efectivamente estaba. Estaba como siempre; embobada viendo la televisión. Daban uno de esos horribles culebrones que ponen a todas horas y que ella sigue religiosamente a diario sin faltar jamás a su cita horaria, caiga quien caiga. Los hay de mañana, de tarde, de noche… ¡a todas horas! —Toribio deja entrever un amago de ira en su voz —Suele levantarse a las seis de la mañana para no perderse un capítulo de uno de ellos que va, como todos, de amoríos fracasados y tonterías de esas. Abro la puerta y le pido que haga el favor de ir a comprarme el diario, aprovechando que aún no ha salido a por el pan. Ella me recrimina que me gaste el dinero en diarios deportivos, que me apasione tanto por el fútbol…, yo le echo en cara que pase casi todo el día viendo televisión…, ella comienza con el coñazo de siempre: “que falta dialogo en nuestra relación”, “que no eres nada comunicativo”, “que ella lo que más valora es la sinceridad”…¡y todas esas tonterías que les meten en la cabeza a las mujeres en los programas de tarde!, donde no salen más que a hablar de lo mal que las tratan sus maridos, sus jefes, sus hijos…¡ellas son las victimas, nosotros los verdugos!
Llega un momento en que exploto, ya no puedo más. “¿Quieres sinceridad?” —le digo de forma provocativa. ¿”Sincero tú?, no me hagas reír” . “Si, yo. Puedo ser el hombre más sincero del mundo si me lo propongo, lo que es más dudoso es que tú estés capacitada para asimilar críticas que pongan al descubierto aspectos negativos de tu personalidad. Eso es otro cantar”.
—¿Así habla usted con su mujer; con ese vocabulario tan “intelectual”? —pregunta sorprendido el inspector, creyendo que el personaje es un tanto fantasioso e interpreta un guión que tiene preparado de antemano para la ocasión.
—Oiga inspector; yo no soy ningún patán analfabeto ¿que se cree?
—Bien, siga
—Harto ya de soportar las recriminaciones típicas de ella, decido armarme de valor, exploto y sin importarme las consecuencias me lanzo de forma suicida al precipicio -metafóricamente hablando, claro- empiezo a desgranar minuciosamente todos y cada uno de los aspectos detestables de su personalidad, de forma descarnada, sin concesiones. Brutalmente, destaco toda la retahíla de defectos que conforman su detestable idiosincrasia, tanto a nivel anímico como físico. Comienzo recordándole que desde un principio ya le había dado a entender que nuestro enlace matrimonial fue un lamentable error, pues no tardé en darme cuenta a los pocos meses que me había casado con un frigorífico de dos puertas, símil que establezco por su exacto parecido: volumen y temperatura. A continuación y sin darle un respiro, saco a colación su bajo interés en crecer interiormente a nivel emocional, al embrutecimiento premeditado al que se somete a diario visionando espantosos programas televisivos que en nada ayudan a su precaria cultura. Le echo en cara su nulo compromiso con el conocimiento del existencialismo, su desprecio por el arte, su insolidaridad con el universo que la rodea… ¡en fin!, aspectos odiosos de su bajeza como ser humano; amorfo, insustancial y falto de respeto a sí mismo.
Metidos ya en harina, ataco maliciosamente por el otro flanco, el que sé que es más vulnerable para una mujer, y con saña, adentro el dedo en la llaga. Ante su aterrorizada mirada de incredulidad hago una literal descripción de su patético físico, detallando con deleite todos y cada uno de los aspectos aborrecibles de su anatomía: pechos ajados, desbordante obesidad abdominal, trasero vergonzoso, escasez de cabello en donde debería tener y exagerada abundancia donde no debiera haberlo. Me mofo ostentóreamente de la decadencia a la que su rostro inexpresivo ha sido sometido por los años y la dejadez expresa en los cuidados necesarios para su buena conservación a cambio de la improductiva actividad de visionar horrendas teleseries.
En una palabra: soy el hombre más sincero de la historia. Actúo en consecuencia a sus recomendaciones de tantos años de insistencia; le doy lo que pide: sinceridad, dialogo; ¡comunicación! Le doy lo que al parecer es lo más valorado por ellas en una relación de pareja: “la sinceridad”.
Cuando acabo, como remate o puntilla final, le expreso mi descontento con otro aspecto delicado, pero que no podía pasar por alto: su forma de cocinar. No solamente le reprocho su falta de imaginación y gusto para ese arte tan maravilloso, si no que le hago la inevitable comparación de los distintos puntos de vista culinarios que existen entre mi madre y ella, así como de otro aspecto también primordial en una convivencia: la limpieza e higiene en un hogar como barómetro inequívoco de una mínima calidad de vida. Hasta ese momento sobrelleva el alubión de descalificaciones con cierta dignidad -presumiendo que la tenga-pero es a partir de ahí; desde el momento en que le nombro a mi madre, cuando explota. Los ojos parecen salírsele de las orbitas, profiere los insultos más atroces que se le puedan vomitar a un ser humano, incluso creo por un instante ver como su cabeza da un giro de trescientos sesenta grados en torno a su cuerpo…me parece una poseída y temo que pueda hacerme daño físico agrediéndome…pero no; se dirige a la ventana y la abre de par en par…luego, con una agilidad endiablada, salta al vacío ante mi negativa a retractarme de lo dicho anteriormente. Eso es todo.
—No he entendido nada, se expresa usted de una forma tan enrevesada que me cuesta seguirlo. ¿Quiere hacerme creer que se ha tirado a la calle por que no le pide perdón?—el inspector está perdiendo la paciencia, aparte del norte.
—No, le estoy diciendo que se tira por la ventana porque no es capaz de comunicarse, de dialogar y lo que es peor; por su incapacidad para asumir que era una gorda indecente, inculta y una nulidad como ama de casa. Ella se lo buscó, quiso -como tanto suelen repetir las mujeres hasta la saciedad- sinceridad y la obtuvo con creces, pero no sabía que no estaba preparada, que absolutamente nadie lo está para algo tan sumamente peligroso como es la verdad.
El inspector no está acostumbrado a tamaña disertación en el escenario de lo que para él es un crimen, sobrepasa toda su capacidad de raciocinio, por lo que sin alargar más el tema decide trasladar al sospechoso a las dependencias policiales donde ya se encargarán de hacerlo cantar de forma más entendible a sus oídos.
—¡Vamos —ordena a los dos agentes que están junto a él—, espósenlo y condúzcanlo a Comisaría!
Uno de los agentes pregunta al inspector:
—¿Qué hacemos con la silla de ruedas inspector?
—¿Qué silla?—pregunta alarmado el inspector
—En la que está sentado —responde desorientado el agente— ¿no ve que es un inválido?
—¡Ah!, bueno, sí… ¡no puedo estar en todo, joder! Con silla y todo, ¡venga! ¡A comisaría con él! Allí explicará como lo ha hecho para arrojar a su mujer desde la ventana.
—¿Usted cree que alguien me va a ver como culpable de algo así, inspector? soy parapléjico desde hace más de veinte años ¡míreme!
—Está claro que se ha arrojado por la ventana en un acto desesperado, inducida por usted. Creo que sí, lo declararán culpable. —responde animado el inspector.
—Es usted un ingenuo —dice Toribio maliciosamente—, en una declaración formal nunca admitiré lo que acabo de contarle, tengo preparada otra versión de los hechos para cuando llegue el momento. En esa versión soy la victima de una psicópata que en un instante de lucidez decide pagar con su vida todo el daño que me ha hecho.
—¡Es usted un monstruo! —grita el inspector aterrado por la frialdad del sospechoso.
—En efecto, lo soy. No hay más que echarme un vistazo para comprobarlo.


© Andrés Hernández (anhermart)

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