miércoles, 30 de julio de 2008

A CONTRERAS SE LE FUE LA MANO.



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Agapito Contreras era un personaje de cuidado. Tenía unos cuarenta años y muy poca vocación por el trabajo pues era de natural un indolente chapuzas, ¡vamos, que no era un manitas precisamente!, soltero y obrero de la construcción, cuando su mala fortuna hizo que un accidente laboral lo dejara manco.
En el momento del suceso se encontraba trabajando para una importante constructora que llevaba a cabo el final de obra de un CAP; centro de asistencia primaria, sito en la calle Lepanto- ¡recochineante coincidencia!-en un barrio de una ciudad cerca de Barcelona.
Agapito no era un obrero especializado si no un “manobra”, un peón para todo. Tuvo un mal entendido con la sierra circular manipulando unas viguetas metálicas y desgraciadamente se dejó un brazo en el intento. La extremidad le quedó mermada a la altura del codo. Nada se pudo hacer para reimplantarle el resto del brazo, de manera que sus días laborales se habían terminado. Eso es lo que a primera vista pensó todo el mundo: “Tranquilo, Agapito, ahora a estar mano sobre mano, sin dar golpe”, le decían algunos para animarlo sin analizar bien del todo el contenido semántico de la frase hecha. Otros, con evidente humor negro le decían aposta: ”Métele mano a la empresa y sácale lo que puedas que están forrados”.
No fue necesario nada de eso, Don Gerardo Marlasca, hombre poderoso e influyente y director general de Construcciones BRICA: Bolsa del Robo Inmobiliario Compinches Asociados hizo uso de sus innumerables contactos y trató de paliar de alguna manera la terrible desgracia de Agapito; le condenó a seguir trabajando haciendo que se le admitiera como bedel en el ambulatorio que estaba, ya, prácticamente acabado de construir. Él recurrió al tribunal médico pero se desestimó su petición de pasar a la invalidez permanente por quedarle otro brazo, lo cual le habilitaba para desarrollar cualquier trabajo que no representara un esfuerzo físico necesitado de los dos miembros. Por otro lado, la Seguridad Social valoró muy positivamente su nulo afecto al trabajo a la hora de puntuar sus cualidades para optar a un puesto de funcionario, por lo que su condena quedó sentenciada de forma vitalicia.
Así, de esta manera, Agapito se convirtió de la noche a la mañana en un flamante funcionario de la Seguridad Social, con brazo ortopédico de plástico incluido. Su misión no estaba muy clara en el centro de salud, por lo que hacía las funciones de camarero; le enviaban a por cafés al bar de enfrente-aunque solo podía traerlos de uno en uno- de fontanero; cuando surgía cualquier avería en los servicios, o simplemente de recogedor de muestras para análisis; operación que le disgustaba sobremanera pues tenía que permanecer detrás de un mostrador a primera hora de la mañana a esperar que le trajeran algunas porquerías, como por ejemplo los primeros orines matutinos de pacientes con sospecha de ácido úrico o azúcar o cualquier otra anomalía interna. Los que más le soliviantaban eran aquellos señores mayores que se presentaban con un botellón de litro y medio, lleno a rebosar de lluvia dorada. Le repugnaba sujetar la botella con su única mano y comprobar la tibieza que aún desprendía el líquido de su interior. “No es necesaria tanta cantidad”, les solía decir en un reproche claro a aquella exageración innecesaria. “El doctor no quiere saber la cantidad, si no la calidad”. No podía soportar aquel alarde de “hombría”, de potencia sexual de la que intentaban pavonearse los ancianos. Él lo interpretaba como una fanfarronería para compensar la impotencia sexual de los años y el complejo que eso les provocaba.
En alguna ocasión y debido a la deficiencia física de Agapito, la botella había caído al suelo con el consiguiente estrépito de cristales rotos y lo que es peor, las salpicaduras del aborrecible contenido del frasco.
Le costó adaptarse a aquel trabajo, máxime cuando él aspiraba a estar inactivo de por vida, sin dar un palo al agua, después de su lamentable accidente. No soportaba tampoco las repetitivas conversaciones diarias de las señoras que guardaban su turno en la puerta de las consultas:
—“¡Hola, Engracia!”, ¿cómo tú por aquí?
—Nada, que vengo a que me visite el “dostor”.
—¿Qué te pasa?, ¡pero si se te ve muy bien!
—Eso es lo que parece pero la procesión va por dentro. Tengo esta rodilla que me está matando, hija mía, ya me ha dicho el “dostor” que me van a tener que poner una “próstata” de esas metálicas.
—¡Huy!, eso no es nada, lo que tú tienes “pa” mi lo quisiera yo. Si yo te contara…lo que yo tengo “pa” mí se quede; tengo yo un dolor que viene de aquí de la “colunna” y me baja hasta el dedo gordo del pie…que ni con las “cláusulas” que me ordenó el médico que me tomara, ni con nada me se quita. Esto es estar muerta en vida, hija mía, no lloro porque yo he sido siempre una mujer muy fuerte.
—Eso que tú tienes va a ser “trosis”.
—¡Quita, quita mujer!, de eso nada, yo lo que estoy es del nervio “asiático”, que me dan unos dolores y unas “retorciuras”…”
A todo esto, Agapito se tapaba un oído con su única mano, dejando al otro desamparado, a merced de las ondas sonoras, sin poder evitar escuchar lo mismo día tras día. De esta manera pasaba sus horas laborables, harto de aquella rutina, añorando cada vez más cuando en sus mejores tiempos disfrutaba del aire libre, subido a un andamio y desde allí no se le escapaba ni una hembra que pasara. “¡Tía buena! “, soltaba con todo su ímpetu, “¡te iba a comer donde más gusto te dé!” “Pues le vas a tener que comer el rabo a mi novio, ¡cabrón!”, le contestaban algunas. “¡Mira lo que pasa por dormir sin bragas!”, gritaba a las embarazadas, “lo mismo le pasó a tu madre y mira el cerdo que salió”, respondían indignadas las más atrevidas.
Pero todo aquello, a él, le daba “vidilla”, se lo pasaba en grande, en cambio en el ambulatorio todo era gris, aburrido, había mal ambiente; gente enferma, de mal humor…pero había una excepción, la India. Una mujer de unos treinta y cinco años, de aspecto tirando a hippie, de larga melena y cinta en la frente. De esas que añoran su época dorada de juventud, que no renuncian y mantienen con el paso del tiempo ese aire bohemio; chaleco con flecos, melena partida con una ralla en mitad de la cabeza, poncho colorido y nada de pintura en la cara, para que se destacara la frescura que aún le acompañaba, y con un cuerpo que dejaba adivinar claramente por sus curvas los estragos cometidos, en épocas anteriores, en aquellos que se lo disputaran. La India, le llamaban todos en el ambulatorio por su aspecto.
Agapito, no conforme con ese apodo, decidió darle más linaje y la ubicó dentro de una categoría étnica, por lo que la llamaba la “chochona”, por los indios shoshones, claro. Cada vez que hacía acto de presencia aquella mujer, Agapito Contreras recobraba nuevas energías, los ojos le hacían chirivitas, parecía rejuvenecer e incluso su humor ganaba en ingenio. Estaba claro que sentía una fuerte atracción sexual, casi animal, por ella.
Cuando la India acudía allí, siempre era para una exploración ginecológica y eso excitaba por añadidura al cachondo Agapito. Se imaginaba a sí mismo siendo el doctor, teniéndola allí frente a él, espatarrada, introduciéndole una mano y con la otra, la de plástico, palpándole los pechos, explorándolos en busca de posibles nódulos. “¿O sería mejor invertir el orden de las manos?”, se planteaba a si mismo en sus viciosas elucubraciones mentales.
Cada vez que la veía se le calentaba tanto la sangre que no podía reprimir sus bajos instintos, hasta el punto que solía desaparecer durante un buen rato y nadie sabía entonces donde encontrarle.
Agapito estaba en los servicios, escondido en uno de los compartimentos para aguas mayores, con el cerrojo de la puerta echado y masturbándose febrilmente. Nunca lo descubrieron, afortunadamente, pero su gran error fue el atrevimiento al que llegó un día.
Aquel aciago día comprobó en la lista de pacientes para ginecología que la “chochona” era el número uno de las visitas. Sin parar a pensarlo dos veces llevó a cabo su plan largamente estudiado. Faltaban algunos minutos para la llegada del doctor, por lo que era el momento preciso para actuar. Entró subrepticiamente por la puerta trasera de la consulta y echó una ojeada; una mesa con dos sillas, detrás un biombo para ocultar a la vista una camilla con el instrumental necesario para las exploraciones, junto a la pared una taquilla metálica en desuso donde se guardaba, en otros tiempos, material de clínica. Agapito se introdujo en ella, no sin forcejeo para que su brazo ortopédico no quedara a la vista, y cerró la puerta. Podía ver a través de las rendijas de ventilación de la puerta. Sólo quedaba esperar unos minutos.
Más tarde, y después de un corto diálogo entre el doctor y la paciente, ella se dirigió a la camilla, desnudándose por completo ante la mirada oculta de Agapito. Luego se tumbó boca arriba y abrió las piernas todo lo que pudo. El doctor se posicionó frente a ella mientras se colocaba un par de guantes de látex.
Agapito comenzó a excitarse a la vez que maldecía la mala fortuna de tener una posición tan contraria a sus intereses, la espalda del doctor le privaba del magnífico espectáculo. Comenzó a sudar y le faltaba el oxígeno por la estrechez del habitáculo, pero no fue impedimento para que se aplicara en su trabajo, comenzando a sacudírsela convulsivamente sin dejar de mirar por las rendijas y tratando de atisbar algo cada vez que el doctor variaba mínimamente su posición.
Absorto como estaba en su actividad onanista no notó el deslizamiento de la prótesis desde el muñón de su codo. El brazo de plástico, con su peso, entreabrió la puerta de la taquilla, para luego caer pesadamente al suelo provocando un seco sonido en su choque contra el mosaico. Instintivamente Agapito alargó el brazo para sujetar la puerta pero se equivocó de extremidad, lo hizo con la más corta, consiguiendo lo contrario a su deseo; la puerta se le escapó y empujada por la fuerza del choque con el muñón, golpeó violentamente contra la pared.
La India chochona soltó un grito aterrador al tiempo que cerraba las piernas con la mano del doctor dentro, lo que hizo que volviera a gritar, pero esa vez de dolor. El doctor giró su cabeza espantado y vio la patética escena sin dar crédito a sus ojos: el brazo ortopédico en el suelo y Agapito aferrado a sus genitales, dale que te pego y sudando como un pollo.
El escándalo fue de órdago ya que la India dio un salto y sin saber bien lo que hacía salió de la consulta hasta alcanzar la sala de espera, donde continuó el espectáculo debido a que, con las prisas, olvidó vestirse. Tras ella corría el doctor con el poncho y los pantalones en sus manos. El público presente creyó que se trataba de un intento de acoso deshonesto por parte del ginecólogo y comenzaron a insultarlo y poco le faltó para salir malparado.
Agapito, una vez más, no estaba de suerte. Como es bien sabido, en este país jamás se despide a un funcionario, se le destina a otra plaza y punto. No tuvo suerte porque ni con aquella falta en su expediente se le concedió lo que más ansiaba, que era no trabajar más y dedicarse al ocio el resto de su vida. El tribunal médico al que recurrió por segunda vez desestimó sus alegaciones y lo halló útil para trabajar ya que le quedaba una mano sana con la que poder ser efectivo en trabajos menores, incluida su actividad onanista.
Han pasado varios años, casi veinte, y el recuerdo del bedel Agapito Contreras sigue intacto en la memoria de la plantilla del ambulatorio, no hay día en que alguno de nosotros no saque a relucir el tema. La frase con la que solemos rematar el final de la anécdota es siempre la misma: “Pero, ¿con qué mano se la meneó, con la de plástico o con la buena?”
Al final de la famosa pregunta nadie puede contener la carcajada.

FIN


© Andrés Hernández (anhermart)

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